Uno de los problemas que me está dando mi nueva novela, que la hace ardua de trabajar, es que no soy capaz de empatizar con los practicantes del amor cortes —el buen amor, en realidad, porque lo del amor cortés, por muy exitoso que sea el término, es una definición moderna—. Intelectualmente, puedo entenderlo, claro. Pero esa fórmula de asumir que se renuncia a cualquier contacto real con la amada; de encauzar el amor a través de galanteos, cortejos, versos, cantos y halagos, me resulta de lo más ajena.
Puedo comprender las razones antropológicas, sociales,
psicológicas que pudieran estar detrás de esa práctica medieval de las clases
altas europeas. Y no, no soy nada de eso, pero lo mismo que uno puede hablar de
números sin ser matemático puede coquetear con la psicología o la antropología
sin ser experto en esas disciplinas. El amor cortés pudo ser una suerte de
sublimación para sobrellevar amores imposibles. Una forma de socializar, de
encauzar relaciones o impulsos emocionales entre personas que, por su diferente
nivel, no podían llegar a emparejarse. Pero todo eso para mí es puramente
intelectual.
Lo entiendo pero no empatizo con ello. Ni con los que lo
practicaban ni con las que lo recibían. Aunque, si uno lo piensa, quizá
resabios de esa práctica pervivieron hasta tiempos muy recientes, con esas
cortes de admiradores alrededor de ciertas damas de buena sociedad.
Pero el caso es que, como escritor, tengo que tratar de
ponerme, hasta cierto punto, en la piel de los practicantes de ese amor que no
era amor. Uno en el que se renunciaba de forma voluntaria a la piel, al olor,
al sabor. No necesito simpatizar con ellos —no lo hago— pero sí procurar
imaginar sus motivos, sus impulsos, sus reacciones. Lo intento, lo intento.
Ahora, ya os digo: el amor cortés no habría sido lo mío.
Siempre por estas fechas hay quienes me preguntan por algún título mío para regalar (por tema, precio, facilidad de adquisición, etc.), de lo cual me siento muy honrado, por supuesto. Y este año, por aquello de la sincronicidad del universo, un par de personas me han hecho esa misma consulta, pero especificando que han de ser libros electrónicos. O a lo mejor no se debe a la sincronicidad aludida, sino a que cada vez más gente tiene un lector de libros electrónico (otra cosa es cuanto lo use cada cual) y que en estas fechas, además, se regalan bastante y que diversas plataformas tienen la opción de regalar ebooks.
El espejo de Salomón y Los lugares secretos
Tras pensarlo un momento, creo que en esta ocasión voy a responder con tres recomendaciones que tienen en común el que, ahora, no están disponibles en papel. Podía decir otros, por supuesto, pero estos son bastante distintos y abarcan un arco amplio de lectores.
Por un lado estarían El espejo de Salomón y Los lugares secretos. Estos son dos thrillers históricos, un género que tiene ya unas cuantas décadas a la espalda y que, a su vez, ocupa un abanico amplio de temáticas y estilos. Tienen en común todos que son novelas de misterio y aventura acerca de objetos o enigmas de la antigüedad. Escribí estas dos novelas hace tiempo, sigo estando muy contento de ellas y, aunque comparten género y algunos personajes, son dos obras totalmente independientes entre ellas.
Última Roma
El tercer ebook en discordia sería Última Roma, una novela histórica arriesgada en el sentido de que entra en una época que puede ser chocante para el lector medio, ya que tiene lugar un siglo tras la caída de Roma, en una Hispania que está siendo unificada por los visigodos, pero en la que aún aguantan reductos fieles al imperio romano de Oriente (eso que de forma errónea solemos llamar el imperio bizantino).
El riesgo estuvo tanto en el enfoque literario como en que el cine y la literatura popular han fijado en el lector estampas de Roma y los romanos inspiradas en las épocas tardorrepublicanas o altoimperiales, muy distintas de cómo era todo eso siglos después. El placer al escribir esa novela llegó de transitar por esa época ignorada e introducir elementos como, por ejemplo, los britones de Galicia, esos supervivientes célticos de la invasión sajona que, huyendo de su isla, acabaron en el noroeste hispano.
Son, como veis, dos extremos distintos y espero que los que andan buscando algún ebook mío puedan encontrar, en unos u otro, buenas lecturas. Salud y libros, amigos.
Esta vez el quinteto de preguntas no es para ninguna obra literaria, aunque su protagonista, Pedro Avilés, es escritor, como también fue periodista y ahora es chef. Pero de lo que trata esta entrada, y por tanto las preguntas, es a su modo también creación. Estamos hablando de una forma muy original de levantar un restaurante en Madrid y, como todo el mundo sabe o debiera saber, las industrias culturales son parte esencial de la Cultura… a no ser que seas de los que consideran que la gastronomía no es cultura, en cuyo caso tendrás que cambiar tu percepción de lo que es la cultura en general y la creación en particular.
Y vamos con el quinteto.
Por qué
Fui periodista desde casi los 20 años hasta los 53. Soy testigo de cómo empezó a morir el periodismo, una profesión de la que estaba completamente enamorado y, como la muerte de una amante a la que querías con toda tu alma aquello me afectó, aún me sigue afectando, mucho. Pero yo en mi vida, de momento, no he hecho nada que no quisiese hacer. Vamos, que siempre he hecho lo que me ha gustado. Y tuve la suerte de que me gustase la cocina y cocinar. El primer síntoma que tuvo el Periodismo de su enfermedad mortal fue que los sueldos empezaron a bajar de forma escandalosa.
De modo que como me gusta ganarme bien la vida, lo primero que plantee antes de enterrar definitivamente a mi amada, el Periodismo, es montar un negocio de restauración. Pero como soy un chico muy formal, antes de meterme en semejante aventura, que no tiene nada que ver con blogs culinarios ni con preparar platos en casa muy bonitos, decidí prepararme, pero no matriculándome en uno de esos cursos de cocina de dos semanas que te valen una pasta y no te enseñan más que a freír un huevo, a cocer un arroz Pilaf, o a enrollar sushis para impresionar a los amigos los fines de semana, sino que decidí matricularme en un curso de la Formación Profesional de grado superior.
Y ahí, por 2012 teníamos el Técnico Superior en Restauración, dos años de aprendizaje sobre la cocina profesional, sobre la gestión de establecimientos de restauración, y sobre el servicio y la gestión en sala. En la actualidad han cambiado el nombre de ese curso por el de Técnico Superior en Dirección de Cocina, que queda más acorde a lo que hice, que es titularme como Jefe de Cocina. Si lo queréis llamar chef, pues bien, que parece que así la cosa tiene más glamur Un engaño total porque la cocina profesional no tiene nada del glamur que no es más que un falseamientode la realidad que hacen las modas actuales. La cocina es trabajo duro y oficio, mucho oficio. El arte es otra cosa.
Para quién y para qué
Después le dije a mi mujer; ¿qué tal si nos vamos a una isla griega y montamos un restaurante?
Así que nos fuimos a la isla de Naxos y monté allí Anda Jaleo, un restaurante de gastro española. Allí hemos estado 7 años. Al final decidimos vender el negocio, que funcionaba muy bien, pero que sólo funcionaba, como todos los negocios de un sitio turístico de temporada, seis meses al año durante los cuales no tienes ni un día libre.
Como decía más arriba, porque quería ganarme la vida holgadamente y el Periodismo ya no ofrecía más que explotación y falta de rigor. Es decir para y por nosotros, por salud mental y por salud pecuniaria.
Y dicho y hecho. Nos mudamos a Naxos desde Madrid. Montamos el restaurante en un mes en un país del que desconocíamos la lengua y sus forma absolutamente, salvo recordar el alfabeto del griego clásico que había estudiado en mi bachillerato. En un mes estaba abierto Anda Jaleo. La experiencia fue muy enriquecedora, como se puede imaginar. Muy dura también. El restaurante, bien gestionado, sacaba sus buenos beneficios, pero había un problema que es extensivo al 90% de los negocios que se inician en un lugar turístico y de temporada: que tan sólo podíamos abrir seis meses al año, lo que nos daba para vivir once meses y sin poder ahorrar nada de dinero.
Así que decidimos vender el negocio y volvernos a Madrid a abrir otro negocio de restauración que pudiésemos tener abierto todo el año, en el que pudiésemos fidelizar a nuestros trabajadores, y en el que tuviésemos día y medio, dos días de descanso semanal y unas vacaciones de 30 días todos los años para viajar, o para quedarnos en casa mirando al techo, que aburrirse es un lujo que no todo el mundo se puede permitir.
Aquí debo añadir que la venta de nuestro negocio se vio entorpecida por el propietario del edificio en que teníamos abierto el restaurante y por el fulano que se mostró interesado en comprarlo. Utilizando una treta legal derivada de la firma del contrato original, (ahí yo metí la pata), pactaron entre ellos y nos estafaron casi los 100.000 € con los que habíamos pensado venirnos a iniciar de nuevo nuestra vida en España. El asunto está aún en manos de la Justicia griega.
Dónde
El tener que volver de Grecia, prácticamente con una mano delante y otra detrás, más aún cuando que la estafa a que nos sometieron se produjo poco antes de que comenzase la temporada 2018, es decir cuando teníamos la cuenta bancaria prácticamente vacía, fue un momento realmente duro en nuestras vidas. Pero nunca me arredré ante un problema de semejante calado. Así que, sin descartar otras posibilidades de financiación, decidí iniciar una campaña de Crowdfinding que ahora está en marcha para intentar conseguir los 45.000 € iniciales que tengo presupuestados para montar mi nuevo restaurante, en este caso de gastro con sabores del Egeo, en un local del Madrid de los Austrias que ya tengo visto.
El restaurante se llamará Portokalí, que es una palabra griega fácil de pronunciar para nosotros y significan naranja, que induce a pensar en el frescor y el sabor de nuestra cocina mediterránea. Cuando pueda abrir el restaurante, otra cosa que me hace feliz es que podré dar trabajo fijo, así, en principio, a entre cuatro y cinco personas.
Esta campaña de Crowdfinding la he iniciado en una web muy clásica del crowdfinding que se llama Kickstarter.com. Nuestro proyecto está en aquí
Cuándo
Si tenemos suerte con este proyecto de crowdfinding, para primeros de agosto de este año 2019, Portokalí Restaurante podría estar abierto al público. Y como he dicho más arriba, aparte de la ilusión que eso me hace, también me la hace porque dar trabajo a entre cuatro o cinco personas, así, al arrancar.
Estuve el jueves pasado al cine Doré de Madrid, en el
preestreno de una película muy especial llamada Buñuel en el laberinto de las tortugas. Especial. de entrada, por
ser de animación. Animación y para adultos, lo que en España sigue siendo
todavía un empeño tan arduo como arriesgado. Porque, entre los tópicos que
parece que nos han inculcado a los españoles está el de que la animación ha de
ser para niños o, todo lo más, familiar. Y no es así.
Otro lugar común del que no nos sacan ni a tiros es el de que la animación es un hermano menor dentro del cine. Mentira. Creativamente no lo es, desde luego, y tampoco en cuanto a complejidad de producción. Tuve la oportunidad en su momento de visitar el estudio de Almendralejo donde se hizo buena parte de la película gracias a que el productor, Manuel Cristóbal, es amigo desde hace ya años. Quedé atónito ante el nivel de complejidad, de especialización que requiere una cinta de animación hoy en día. Creo recordar que me dijeron que más de 200 profesionales de una u otra área concreta dela animación pasaron por esta película. Así que imaginen…
Antes, el acceso a los bienes culturales no era inmediato y eso les daba valor
Pero vamos a la película. De entrada, he de comentar que
pertenezco a una de esas generaciones que creció cuando los productos culturales
eran valiosos y de más difícil acceso. Siendo yo adolescente, si quería oír un
disco y no lo tenía, o me lo compraba o conseguía que me lo prestasen. ¿Y si
quería ver una película que no estaba en cartel? ¿Qué hacer? Pues a aguantarse,
amigo, hasta que la proyectasen en algún cine pipero o en un maratón de cine. Las
cintas de video, los DVDs y las plataformas de Internet estaban todavía en el
futuro y eso daba valor a las pelis, los discos, los libros, porque su acceso
no era inmediato y a capricho, como ahora.
En esos días, ir al cine tenía gran dimensión social. Era un acto colectivo con un antes, un durante y un después. Eso se mantiene, cierto, pero no lo es menos que se va perdiendo, se diluye con el declive de las salas. Haciendo un inciso, creo que la asistencia colectiva a espectáculos públicos —cine, teatro, conciertos— debiera considerarse parte del patrimonio cultural inmaterial y crearse condiciones para su mantenimiento.
El cine como acto colectivo
Pero el caso es que, el pasado jueves, volví a tomar
parte en ese acto colectivo de ver cine. Porque, en mi caso, sentarme en una
sala a oscuras, abarrotada de espectadores, y ver una película que me enganche,
tiene algo de perderme, de sumergirme en lo que veo, de igual manera que
asistir a un concierto de música multitudinario supone —de nuevo para mí, que
no ha de ser el caso de todos— disolverme en parte en la multitud.
Buñuel en el
laberinto de las tortugas se prestaba a ello, sin duda. Animación adulta,
para adultos. Y no es frase hecha, porque hay expresiones creativas que uno
solo puede apreciar si ha rodado un poco por la vida. Pasa por ejemplo con la
relación compleja entre Luis Buñuel y Ramón Acín, que se come el protagonismo
en muchas partes. Y eso que al Buñuel de esta película le han dotado de una
personalidad complicada hecha de actos contradictorios que no desdibujan el
retrato del personaje, sino que lo perfilan con más fuerza. Y eso es algo muy
difícil de lograr. Se lo digo yo, lleno de insana envidia.
En Buñuel en el laberinto de las tortugas se ficciona el rodaje de Tierra sin pan, el documental (o docudrama) de Buñuel sobre las Hurdes. Rodaje accidentado, rocambolesco, con episodios surrealistas, como que Acín financiase la película gracias a que le tocó la lotería de Navidad…
Pero tampoco voy a contarles la película. Vaya a verla. Y, de paso, si aún no lo hacen, sigan la trayectoria del productor Manuel Cristóbal, que ya alumbró hace años Arrugas, excelente y arriesgada, a partir del cómic de Paco Roca, sobre un anciano aquejado de Alzheimer. En el caso de Buñuel en el laberinto de las tortugas, la trama es la propia narración, la aventura del rodaje y cómo discurre la historia, sin artificios, giros desaforados o deux ex machina.
El cine como parte de la vida cotidiana
Otras claves están en lo que la película cuenta y en lo que asoma en ella. Y de todo eso estuvimos hablando al salir del cine. Había ido a la proyección con mi amigaVictoria y luego, mientras tomábamos una cerveza, Buñuel en el laberinto de las tortugas salió en la conversación. Comentaba ella sobre «lo que ha cambiado España en tan poco tiempo, lo que eran hace menos de cien años, y cómo lo hemos olvidado» y yo que «hay que fastidiarse que, entonces, un equipo de rodaje eran cuatro tíos metidos en un coche de aquellos años»…
Eso es también parte de la magia del cine. Magia que aún
se conserva, por suerte. Es la magia de buena parte de la creación en realidad:
que, en una conversación distendia, de forma natural —lo de los culturetas es
otra cosa— de repente se cuele una película vista juntos, una música favorita
de todos, un libro por todos leído… Por eso decía antes que, a mi juicio, ver
cine es más que asistir a una proyección. Es también un acto colectivo con un
antes, un durante y un después. Y ese después puede dar mucha magia a las
conversaciones. Aunque para eso es necesario, por supuesto, que la película sea
buena y cale en el espectador. Y esta lo es y lo hace. Créanme.
Ando estos
días —bueno, más bien no ando— bastante impedido por culpa de una operación en
el pie derecho. Una de esas que implican romper huesos, serrar, poner clavos… y
que obligan a bastante reposo y muletas durante una temporada. Así que aparte
de leer más y ver series, procuro tomarme las cosas con más calma. Y ocurre que
este invierno no es invierno —fuera de alguna ola de frío fugaz—, cosa que me
permite, gracias a las temperaturas tibias, echar ratos en mi rincón chill-out.
Lo de
rincón chill-out fue una broma de una amiga y con ese nombre se quedó. En realidad,
es una mitad de la terraza del salón, donde instalé una mesa plegable, librería
y plantas. Y gracias al tiempo clemente, estos días me he estado sentando ahí,
a tomar algo conmigo mismo, hacer anotaciones al viejo estilo, filosofar,
preguntarte de dónde vienes y a dónde vas… todas esas cosas raras a las que nos
dedicamos los trabajalcolicos cuando nos fuerzan a una semi inactividad.
Justo las
buenas temperaturas permiten que a primeras horas de la noche todavía se está a
gusto ahí. Y, en estas fechas, primeras horas de la noche siguen siendo un
tiempo de la tarde bastante temprano. Porque el invierno climático no habrá
venido este año, pero el astronómico no lo mueve nadie. Y a estas alturas
alguien dirá: Vale, pero ¿a dónde nos lleva todo esto? ¿O es que has abierto
una nueva sección de «divagaciones»?
Bueno,
pues esto nos lleva a que, por la disposición de bloques de viviendas de mi
barrio, la terraza de mi salón tiene justo enfrente las terrazas de las cocinas
de otros bloques. Y, en estos días en los que me he sentado en la oscuridad,
tomando un café o una cerveza, no he podido evitar ver esas terrazas iluminadas
mientras la gente se hace la cena. No suele haber mucho que ver, la verdad,
porque las que no son de ventanas de vidrios esmerilados suelen tener las
persianas bajadas, justo para preservar la intimidad.
Pero sí hay una terraza, de las de ventanas esmeriladas, en la que sí ha habido mucho que ver.
Allí, más o menos a la misma hora —al menos durante esta semana—, se encienden las luces y una pareja se dedica a prepararse la cena. Gracias a esos vidrios esmerilados y a alguna luz que debe estar al fondo, los movimientos de esos dos son semejantes a un espectáculo de sombras chinescas.
Por sus
siluetas, deben ser una pareja joven. Si no lo son, se mantienen asombrosamente
bien, no solo por lo que traslucen sus perfiles sino también sus movimientos. Cada
noche, hacia las ocho, dan un espectáculo diferente de sombras chinescas. Y,
como uno es imaginativo porque es escritor, o es escritor porque es
imaginativo, viéndolos, no puede evitar imaginarse historias.
Reconozco
que las sombras chinescas me fascinan desde niño. Esas imágenes negras sobre
fondo blanco, capaces de trasmitir de manera asombrosa con el simple desplazarse
y los aspavientos. Hubo una noche en la que, por los aspavientos y sus idas y
venidas, era obvio que discutían de manera vehemente. Otra, por cómo se movían,
debían estar dedicado a una de esas variantes del coqueteo que se dan entre
parejas ya asentadas. Las sombras se acercaban, se fundían para despegarse
luego a atender algo del cocinar, volvían a juntarse. Y otra noche esas
sombras, a las que se veía que tenían recipientes y utensilios en las manos,
daban la sensación de estar discutiendo algún asunto para ellos importante…
No. No es
que pretenda emular al protagonista de La
ventana indiscreta. A lo largo de esta semana, esas son las tres veces que
les he visto. Ahí están los dos siempre a esas horas, pero el resto de los días
yo estaba a otros asuntos y no en la terraza. Al moverme (como podía) por el
salón he visto esa terraza y sus sombras chinescas, por supuesto, pero no me he
detenido a observar. Que una cosa es ver y otra mirar. No tengo nada en contra
del voyeurismo, que es una perversión muy respetable, siempre que la
observación sea inocente o consentida. Porque de lo contrario quien la practica
no es un voyeur sino un despreciable mirón.
Pero han
sido tres veces las que, sentado en la oscuridad, en mi rincón chill-out,
tomándome una cerveza, he podido ver a esa pareja de sombras chinescas, en tres
situaciones distintas. Y no he podido evitarlo, pero se me ocurrió que ahí
había un título y una historia. El título es el que lleva este post y la
historia no sé cuál podría ser. Quizás es que necesita otro arte narrativo —el
teatro, el cine— distinto de la literatura para hacer justicia a algo tan
visual, fuera cual fuese el argumento.
Sin
embargo, tampoco quería que todo se quedase en un par de líneas en esa libreta
mía, llena de ideas que en su mayor parte jamás se convertirán en historias. Y,
a falta de algo mejor, por eso he colocado la anécdota en esta entrada de blog.
¿CUÁNDO? 1488. Momentos antes del colapso y derrumbe del reino de Granada. Necesitaba una época de tensión política para introducir en ella elementos narrativos perturbadores que agudizasen aún más el enfrentamiento entre cristianos y musulmanes. El argumento de la novela es un parásito de imaginación inoculado en el interior de una hueva histórica concreta. Enmarco en el rigor académico una aventura delirante.
¿DÓNDE? En Guadix, un lugar al que amo porque pertenezco a él. Esta ciudad granadina es mi infancia, mi única patria. Guadix es el lugar donde comencé a soñar. El argumento de la novela puedo compararlo a un traje hecho a medida para este lugar. Se lo merece. Llevo echándole fuego a mi mente calenturienta sobre este tema quizá desde los siete años. El secreto de Wadi-as es una novela que prácticamente nació conmigo. Ha tardado en salir, como tardaron en salirme pelos en las axilas, pero ahí estaba latente, esperando su momento.
¿QUIÉN? Entre todos los personajes que aparecen en el libro cobra especial relevancia el malvado Yahaya Malek al’Fatóm. Solo pronunciar su nombre ya acojona. Quise crear un Moriarty de la reconquista. Su inteligencia y crueldad deben acabar atrapando a los lectores, ¡ese es el objetivo! Tanto mal se revuelca en la admiración.El resto de personajes se ven empequeñecidos por él. Inlcuso don Alejandro de Vértebra, aunténtico actor principal de la historia, da un paso atrás cada vez que aparece Yahaya. Él lo llena todo, se desparrama por los imbornales de la novela.
¿POR QUÉ? Hay libros que se escriben sin preguntar, son como un mandato personal. Cuando uno ama un lugar, como yo hago con Guadix, intenta rendirle homenaje constante. Yo decidí atrapar todas las gotas de afecto hacia esa ciudad entre dos tapas y volcarlas en una tormenta literaria. Con El secreto de Wadi-as he saldado una deuda afectiva. Me siento feliz, he hecho lo que debía.
¿PARA QUÉ? Honestamente, para crear un buen libro. Persigo hacer literatura, no limitarme al noble (que no sobresaliente) arte de contar historias. Además, no quiero mentir a mis años, me movió una intuición muy poderosa. “Con este libro me hago rico”, pensé. Habida cuenta de los fastusosos resultados obtenidos, mi mujer me ha obligado a abandonar el mundo de la especulación inversora.
Hay veces
en las que no nos queda otro remedio que actuar como si el rey estuviese
vestido, y eso es lo que acaba de ocurrirnos a los españoles en conjunto.
Porque, casi durante dos semanas, casi todos hemos actuado como si el niño
Julen Roselló estuviese vio, aunque sabíamos que era imposible que así fuese.
En el caso de que hubiese sobrevivido a la caída —cosa posible de haber
descendido rebotando contra las paredes—, tras tantos días ahí abajo, habría
muerto de asfixia, deshidratación o frío. No importaba. Había que bajar. Era lo
que tocaba, aunque las posibilidades fuera una entre millones y el gasto
resultase enorme.
Otras
veces ya no es cuestión de simular, sino de simples estrategias de
supervivencia. Muchos consideramos que el alma
no existe, que no es más que una fantasía de los antiguos. Y también aceptamos
que el Yo es otra fantasía más
moderna; un constructo para dotarnos de identidad propia. Pero debemos
desenvolvernos de alguna forma en la existencia y, aunque intelectualmente
aceptemos que nada de eso existe, nos desenvolvemos como si fueran reales. No
es solo que cuesta digerir que somos tan coyunturales como un programa dentro
de un ordenador. Es que, además, es difícil que el espejismo asuma que no es
más que eso: un espejismo.
Hay muchos
casos más. Sabemos que el amor no es
más que una suma de procesos químicos. Pero eso no quita para que en ocasiones
el amor nos haga volar. Y que todo sea una cuestión de dopaminas y serotoninas
no mitiga un ápice la pena cuando nos toca transitar por las fosas del desamor.
Y reyes desnudos
Ahora
bien, hay veces que es obligado decir que el rey anda desnudo. Y no basta con
decirlo, sino que hay que hacerlo de la forma adecuada. Por ejemplo, a la hora
de denunciar todo el circo indecente que han montado los medios con la búsqueda
del niño caído en el pozo, y no digamos tras aparecer el cadáver.
Recuerdo
que hace décadas, cuando con motivo del asesinato de las niñas de Alcasser, se
emitieron programas tan inmundos que provocó reacción popular en contra.
Entonces se habló de que en nuestra sociedad se había producido una catarsis
que llevaría de forma inevitable a un saneamiento de los medios. A la vista
está que no es así.
Todo lo
más, algunos más espabilados han sabido refinar sus ofertas de programas
carroña para disfrazarlos mejor de información. Pero todo esto sigue siendo un
avatar del circo romano. O miento, porque al menos los gladiadores podían ganar
fortuna y fama, mientras que todo esto son espectáculos a costa de la sangre y
las lágrimas de víctimas que nunca quisieron participar de ello.
Reyes desnudos y pueblo callado
A mi
juicio, en estos casos, estamos obligados a decir que el rey está desnudo. Y no
debemos hacerlo vociferando indignados, porque entonces nos convertimos en
parte de espectáculo. Los responsables de todo esto alega que es «lo que la
gente quiere». Mentira. Esto es un sistema de dos serpientes que se muerden las
colas y que, en vez de tragarse, se engordan mutuamente. Una de las serpientes
son los medios que dan lo que el público demanda, sí, pero a la vez malean el
gusto de ese público, educándolos para consumir eso. La otra serpiente es la de
ese público que pide más y más basura sangrienta y que, por tanto, realiza una
selección negativa en la que solo sobreviven esos medios capaces de producir
más basura de esta.
¿Y qué se
puede hacer para romper un círculo así? Pues lo ignoro. Pero sí sé que tal vez
un paso necesario es que todos digamos claro que el rey está desnudo. Que lo
enunciemos sin alterarnos. Y, si puede ser, como el niño del cuento, hacerlo
riendo. Porque, si hay algo que no merecen estos vendedores de dolor ajenos es
respetabilidad. Ni un ápice. Ni siquiera esa oscura que acompaña a veces a los
malvados.
Jaque a la reina, de Lluís Ribas, fue protagonista de uno de los primeros comentarios que publiqué en Las islas sin nombre (una entrada que, por supuesto, he eliminado al redactar esta nueva, heredera de aquella antigua). Y si lo escribí es porque el cuadro me impresionó al toparme con él. Se lo mostré a mi amiga Sara y a ella le produjo algo que podríamos definir como desazón.
Desde
luego, puede ser una pizca desazonante, sí. Esa mujer tendida sobre el
embaldosado negro y blanco que se convierte, por mor del título, en tablero de
ajedrez. Su aspecto desvalido, la postura no de quien duerme tranquilo sino de
quien está exhausto y abatido…
En fin, no
seguiré por ahí, que yo no tengo ni idea sobre artes plásticas. Pero sí sé qué
es lo que me gusta y lo que no me gusta. Y también sé que me llega y qué no. Y Jaque a la reina trasmite, cosa que en
toda creación es fundamental. O, si queréis, cambiamos el término y en vez de
trasmitir decimos que causa un efecto, y que este es distinto según el
receptor. Esa capacidad de no dejar indiferente a quien se acerca a una
creación es uno de los rasgos distintivos del arte.
Es transversal
también a toda forma de arte y creación el hecho de que la obra escapa
enseguida a la intención original del autor. Que causa un impacto bien distinto
en cada receptor, sea espectador, oyente o lector. La misma música, libro,
película, película que para una persona es euforizante o bálsamo, causa
desasosiego en otra y melancolía en una tercera. Supongo que será un mecanismo
bien estudiado, pero a mí me resulta de lo más misterioso, aunque imagino que
tendrá que ver con las claves personales de cada receptor…
Bueno,
parece que hilvanando una idea con otra nos hemos ido alejando de Jaque a la reina y mejor paramos aquí.
Además, en el fondo no tengo gran cosa que comentar porque, como he dicho, asumo
que soy bastante ignorante en materia de artes plásticas. Aquí queda el cuadro
por si no lo conocíais. Os invito a contemplarlo y, si toca, a sentir.
El Galardón Letras del Mediterráneo lleva ya varios años de vida, en curva ascendente de resonancia y ayer dio a conocer los ganadores de este año en cada una de sus cuatro categorías. Además, presentó una iniciativa nueva, ligada al Galardón. La Diputación de Castellón ha creado cuatro rutas turísticas a partir de las poblaciones y lugares señeros que aparecen en cuatro de las novelas ganadoras en años anteriores.
Y sí, amigos, Bandera Negra ha sido una de las seleccionadas. La ruta de Bandera Negra se ciñe a las localidades de la provincia de Castellón en las que viven sus aventuras el capitán Miralles, Furtabous, Mercedes, el pintor Boix. Son Castellón de la Plana, el Grao, Vinaroz, Benicarló… Bueno, no voy a enumerarlas todas, os dejo el folleto abajo, por si queréis leer la lista.
Esto para mí es un gran honor, la verdad. Y estoy muy contento, máxime cuando nunca hubiera esperado un premio así a una obra mía. Encima, además, a Bandera negra, que por más de una razón para mí es una obra especial en mi carrera de escritor. El dinero es importante, desde luego, pero hay cosas que también lo son y esto gratifica en el ánimo de una manera muy especial.
Ahí queda pues la ruta y cuando paséis por Castellón, si os acordáis de mí, haceos con el folleto o cuadernillo de la misma y animaos a acercaros a uno o varios de los lugares que allí aparecen. Y disfrutad, por supuesto, de tales rutas. A veces las cosas dan giros o ramificaciones que no esperabas y que te llenan de alegría. Este ha sido al menos mi caso, como supongo que lo habrá sido el de los demás autores, claro. Así pues, voy a considerar que esto de la ruta de Bandera negra nace con buen augurio y que dará buenos momentos a aquellos que decidan frecuentarla.
Donde dije digo, digo Diego. Eso, en este ámbito, quiere decir que he importado todo el antiguo blog a este nuevo —que en realidad es el mismo, en una nueva etapa—. Mi primera intención era dejar todas las entradas antiguas alojadas en wordpress.com y repescar algunas en esta nueva fase.
Esa intención venía dada por el hecho de que ya en una primera mudanza perdí una cantidad enorme de fotos y ahí están los huecos tristes en las entradas. También porque las categorías están más que enmarañadas. Y, por supuesto, porque las entradas de esa etapa antigua del blog no estaban —no están, de hecho— optimizadas SEO. Aunque eso de optimizado SEO es una redundancia, ya que SEO significa Search Engine Optimization…
Pero justo hoy estaba revisando el viejo blog en busca de entradas que repescar y, al irme a las primeras, he caído en la cuenta de que en unos días hará ya 12 años que abrí Las islas sin nombre. 12 años, amigos, nada menos. Así que he cambiado de opinión. De sabios es el rectificar o somos incongruentes con nuestras propias decisiones, como quieran.
Así que he importado todas las antiguas entradas. Y ya están en el nuevo Las islas sin nombre con todas sus categorías confusas, sus huecos gráficos, su no optimización para buscadores. Y no lo voy a dejar así. Para eso conservaré el antiguo en wordpress.com y, dentro de un tiempo prudencia, lo pasaré a privado y ya desaparecerá de redes.
En este nuevo, iré arreglando la confusión e incluso reciclando para portada antiguas entradas. Porque esto no es un trastero de viejos posts. Para eso ya está el blog en wordpress.com. Además, me apetece mostrar a amigos que entonces no me conocían algunas de esas entradas, más pulidas y desde luego tamizadas por todo lo que he aprendido con el tiempo.
Esta web utiliza cookies, .
Si continúas navegando, estás aceptándola.