Narrativa histórica y fantástica. Introducir y dosificar la información II

Si nos ceñimos a la novela histórica, hay épocas de las que sabemos poco o muy poco. Sobre otras disponemos de documentación más que de sobra. Y esto segundo puede llegar a ser un problema. Dos problemas, de hecho.

El primero de tales es que, si hay mucha información, corremos el riesgo de pasar por alto datos claves. Me explico con un ejemplo. Cuando me lancé a escribir La boca del Nilo lo tuve fácil en ese sentido. De esa expedición fabulosa no guardamos más que dos pasajes breves de Séneca y Plinio el Viejo que además apuntan en direcciones distintas. Siendo así, podía inventarme itinerarios, sucesos, protagonistas. Y al tiempo andaba también un poco en guardia al principio.

Imaginen que me hubiese confundido. Que en algún documento por mí ignorado constasen pormenores de aquella expedición. Nombres, hechos. Y yo inventándomelo todo. Vaya ridículo más espantoso.

Hay que cerciorarse. Y debiéramos hacerlo no solo los escritores sino aquellos que se lanzan a comentarios públicos. Recuerdo una crítica en red sobre esa misma La boca del Nilo. La hacía alguien que, además, creo recordar que se presentaba como profesor de historia. Se quejaba –sin acritud, todo hay que decirlo- de algunos elementos según él demasiado imaginativos para una novela histórica. Citaba en concreto al vexilum, el estandarte que presento como insignia de esa expedición.

Una Victoria sobre un globo terráqueo, enarbolando en una mano una rama de laurel y en la otra una de olivo; símbolos respectivamente del triunfo y la paz. Y el comentarista se quejaba de que le resultaba un detalle irreal, habida cuenta de que en esa época no se sabía que la Tierra era redonda (sic).

Me inventé aquel estandarte, es cierto. Pero es calco de uno real, romano y justamente encontrado en una excavación en Egipto. En él sí que aparece un globo terráqueo. Un profesor de historia debiera saber que los romanos y los griegos sabían que la Tierra era redonda. De hecho, realizaron experimentos para tratar de medir el diámetro terrestre.

En fin. El segundo problema, cuanto disponemos de mucha documentación, es cómo dosificar esa información en la novela. Meter datos y curiosidades siempre resulta goloso, a riesgo de trabar la narración. A todos alguna vez se nos ha ido la mano, tanto de más como de menos, en tal aspecto.

El mejor consejo que puedo dar, ante esta tesitura, es el de que, si disponemos de mucha información, pensemos qué queremos contar. Si en la anterior entrada del blog invitaba a preguntase si tal o cual dato daban valor añadido a la historia, ahora hablo de ser más proactivos. De buscar qué elementos ofrecen ese valor añadido.

Si pretendemos escribir una novela de tipo más «historicista» habrá que hacer malabares con datos puramente históricos, con todo el riesgo que eso conlleva. Si nos importa más una buena ambientación, dar sabor y ambiente, busquemos esos detalles que, bien situados y sin empalagar, trasmitan exotismo al lector. Si estamos más interesados en presentar psicologías, mentalidades de otras épocas, busquemos anécdotas, actitudes que hagan vivo el retrato de unos personajes de tiempos pasados.

Y, además, recomiendo dar a leer el manuscrito a buenos amigos. De los que no tienen pelos en la lengua y nos van a señalar faltas o excesos que, por estar volcados a la novela, puede que hayamos acabado por pasar por alto. Eso vale oro y ayuda muchas veces a limpiar a las novelas históricas de algunos excesos de información.

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Narrativa histórica y fantástica. Introducir y dosificar la información I

Cómo introducir y dosificar la información no son problemas exclusivos de las narrativas histórica y fantástica, ni de lejos. Pero sí es cierto que, en ellas, esos problemas son más acusados que en otros géneros. En el caso de la histórica porque trasladamos al lector a un tiempo pasado, a veces remoto y alejando de nuestros esquemas mentales y experiencias cotidianas. En el del fantástico porque le llevamos hasta un mundo imaginario, sea de fantasía o de ciencia-ficción, con sus propias reglas, paisajes y sociedades inventadas.

En ambos casos, es preciso reunir material sobre el marco geográfico, político, social en el que se va a desarrollar la narración. En histórica se bucea en la documentación que existe sobre la época, lugar y personajes elegidos. En el fantástico se elabora todo a golpe de imaginación, aunque, si se quieren hacer bien las cosas, es preciso que el universo creado tenga una coherencia interna.

Una vez que se dispone de ese material, hay que decidir qué tipo de novela vamos a escribir. Porque hay autores que de forma voluntaria entierran a sus lectores en detalles y pormenores. Y es que hay un público para ello. Por ejemplo, en la histórica, hay quienes, cuando compran una novela ambientada en la Roma clásica, es eso justo lo que buscan. Leer por enésima vez la fórmula del garum, cómo se dobla una toga o qué elementos –enumerados uno a uno- componían el equipo de campaña de los legionarios de Mario.

En esos libros se ofrece y se busca la superabundancia de detalles. Y no importa que se les califique de subliteratura. Eso, a los que la demandan, les tiene sin cuidado. Y a los que la escriben menos. Si hay demanda, hay oferta.

Pero esos son casos extremos. Por ceñirnos a lo general, nos encontramos con que la introducción errada de datos, el abuso de los mismos o el escatimarlos pueden dañar a una novela histórica o fantástica. A la manera de la sal, tanto el exceso como el defecto pueden arruinar el plato.

No existe «la solución» a estas encrucijadas. Cada autor ha de encontrar sus propias salidas. Tampoco existen gustos homogéneos entre los lectores, por suerte, y los recursos que a unos les encandilan a otros les llenan de irritación contra el autor.

Pero, aun no existiendo «la solución» si que existen consejos muy sabios, como uno que a mí me dieron en tiempos y que ahora les paso aquí, a la manera de moneda que va de mano en mano. Antes de introducir un detalle –sea una costumbre en la mesa, la descripción de unos ropajes, una digresión sobre un personaje histórico o un gadget futurista- es prudente hacerse una pregunta. ¿Da algún valor añadido a la narración? Esa es la clave. Si no se lo da, entonces fuera. Está de más. La regla de oro es que lo que no suma resta.

Es obligado matizar que eso del valor añadido puede ser de muy distintas clases. Incluso el de introducir un paréntesis, un hiato, hacer descansar de un ritmo demasiado endiablado. Así que ojo también con escatimar, que hay muchos tipos de valor añadido en la narración.

Y a partir de ahí, sazonamos la narración con esos detalles. Claro que entonces esa sazón va a ser distinta, según dispongamos de mucha información o andemos justos de ella. Pero eso ya lo dejaremos para una siguiente entrega, para no alargar demasiado esta.

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Acabar una novela

¿Cuántas veces he ensamblado las partes de una novela, le he dado la última lectura y he decidido que, sin perjuicio de ulteriores revisiones, había acabado? Con esta, hace solo unos minutos, llevo ya doce novelas. Doce. Y siempre me acomete la misma sensación. Por los demás no puedo hablar. Pero es un sentimiento muy especial, uno de esos que, porque solo nos acometen a algunos y puestos ante ciertas tesituras, no tiene ni nombre.

Concluir una novela se parece un poco a lo que sentía a veces al rematar una campaña en la mar. Cuando ya, cerca del final, estabas en el fondo ansioso por acabar, por bajar del barco, pisar tierra y darle la espalda a la mar. Y luego una vez en el muelle, con tus maletas, sentías una sensación indifinible, de vacío, que en el fondo suele asaltar siempre al término de los viajes largos.

Acabar una novela es para mí –por los demás no puedo hablar- un poco eso. Un sentimiento hecho de satisfacción, de liberación, de vaciedad, hasta de futilidad, todo sumado a la manera incongruente que suele ser habitual en nosotros, los humanos.

Escronsciente

Por lo normal, cuando me quedan cincuenta o sesenta páginas de una novela, me embalo y acabo de tirón. Es lo lógico. A esas alturas de una novela, ya no se está para cambios ni fiestas. Dicen los que saben (o los que dicen que saben) que todo tiene que estar planteado en el 40% primero de la novela. Que más allá de ese punto no hay que meter nuevas ideas, tramas, personajes significativos…

Bueno, es una opinión. Pero vamos, que tampoco es muy razonable meter diez páginas antes del final a un personaje nuevo que encima es el asesino. Eso es cierto.

Pero, por no dispersarme, el caso es que en esta ocasión, con esta novela, no me ocurre ese efecto sprint. Qué va. De repente, tan cerca de la orilla, es como si estuviera nadando en arena. No me he atascado, porque todo está planteado, pero esto se ha frenado.

Es temporal, cosa de pocos días. Y no me lo tomo a mal. Antes al contrario, tengo que reflexionar sobre esto. Si ya está todo encarrillado, es que se ha encendido un piloto rojo. Algo avisa de que alguna trama es mejorable, que hay que dar más protagonismo a algún personaje o que hay que reforzar o eliminar algo.

Seguro. Eso es el inconsciente del escritor, que existe. Una especie de rebotica de alquimista en la trastienda de tu cabeza. Ahí se cuecen por su cuenta, a veces a lo largo de años, ideas que luego afloran en nuevas novelas. ¿Podríamos llamarlo el escronsciente? El caso es que uno aprende a hacer caso. Total, es solo sentarse un rato con uno mismo o dar un paseo. Despegarse un rato de lo inmediato del escribir y en seguida aflorará. Ese parte de tu cerebro, al revés que el subconsciente, no es nada perro excepto en lo tenaz. Y es muy agradecido. Aliméntalo de imágenes, conversaciones, olores, pensamientos, lecturas, y jamás te fallará. Es la mejor inversión a largo plazo cuando se escribe.

«Lo que no suma, resta»

Mucho discutir sobre leyes de la escritura. Sobre si sirven o no. Sobre si son básicas o si matan la creatividad. Sobre si son universales o simple elección del escritor de turno.

Pero lo cierto es que tanto centrarse en esas leyes para escribir y siempre se olvidan de las reglas para controlar la calidad de lo que estamos escribiendo. Reglas en sentido estricto. Varas de medir.

La regla más valiosa que jamás he escuchado es esa tan antigua de que en una narración «lo que no suma, resta». Lo que no suma, resta.

Esta sí que es una regla de aplicación universal. Vale desde para vocablos hasta para las grandes unidades que componen una narración. Y es más que fácil de aplicar.

Por ejemplo, esta regla es muy fácil de aplicar a dos elementos tan sensibles como son los adjetivos y las digresiones narrativas (ya que hablamos de que se aplican a vocablos, recursos, unidades dentro de la narración).

Ya se sabe que con los adjetivos ocurre algo peculiar. No siempre sumar adjetivos ayuda a crear en el lector una imagen más clara de lo que tratamos de mostrarle. Al contrario, demasiado adjetivos diluyen o embrollan. Los adjetivos son como las especias. En su justa medida dan sazón. Si te pasas arruinas el plato. Si le aplicas la regla y te preguntas: este adjetivo ¿suma? Si no es así, resta. Y si resta, fuera.

Con las digresiones, tres cuartos de lo mismo. ¿Suma esta digresión algo a la narración? ¿Sí? Pues adelante. ¿No? Pues fuera. Claro está que no todos los autores buscan lo mismo al escribir. Que a unos les preocupa más el estilo, a otros la atmósfera, a unos terceros la propia historia… Pero incluso ahí se puede aplicar, dentro de los parámetros que uno mismo se fija.

Ocurre también con las escenas. No existe eso que dicen de escenas que nada aportan. Si no aportan nada, restan interés. Y eso es catastrófico en literatura. En el cine, como estás sentado en la sala, si llega una de esas escenas y luego remonta, no pasa nada. Todo lo más que dirás que la película es de esas «buena con algún bache». Pero una escena que no aporta nada puede causar que el lector cierre el libro y no lo retome nunca. Así que resta. Vaya que sí resta.

Igual con las tramas. ¿Cuántos libros hemos visto arruinados porque ciertas tramas secundarias eran pura paja, relleno? Más nos vale usar con firmeza con todo esto la regla de lo que no suma, resta.

Usarla con las longitudes, los tiempos. También con los finales. Hay que saber acabar. Conocer cuándo seguir hablando no suma sino que resta. Como ahora. Hay que saber poner:

FIN

Pozos de gravedad

De los demás no puedo hablar. En cuanto a mí, los comienzos de una novela nueva son siempre desesperantes. No importa lo fuerte que se te haya clavado la idea base, los personajes, algunas escenas que puedas tener en la cabeza. Cuesta centrarse. En esos comienzos, tratar de escribir es como perseguir a una nube de mariposas. La cabeza se va a otros asuntos.

Luego, según avanza la novela, según la historia va cuajando, comienza a adelantar sola. En ese sentido (no en otros) es la mejor parte. Trabajas en ella con la concentración justa.

Cuando ya enfilas el final, se invierte el proceso. Te arrastra como un sumidero. Te cuesta desentenderte de la novela para atender a otros asuntos e intereses. Es como si la historia hubiera ido ganando más y más peso. Ya no sólo te ancla a ella como cuando vas por las partes medias. Ahora forma un verdadero pozo de gravedad que te atrae con fuerza irresistible y tratar de ocuparse en otras cuestiones es como intentar nadar en melaza.

Por eso digo que no puedo hablar por los demás. Para mí es inconcebible que alguien pueda dejar de escribir una novela a pocas páginas del final. Entiendo que te atasques, eso pasa. Pero no puedes cejar. No es cuestión de voluntad. Es más bien que no tienes elección. Como sea tienes que acabar porque es la única forma de escapar de ese pozo de gravedad que ha acabado por crear la novela en tu existencia.