El amor como un juego de sombras chinescas

Sombra Chinesca

Ando estos días —bueno, más bien no ando— bastante impedido por culpa de una operación en el pie derecho. Una de esas que implican romper huesos, serrar, poner clavos… y que obligan a bastante reposo y muletas durante una temporada. Así que aparte de leer más y ver series, procuro tomarme las cosas con más calma. Y ocurre que este invierno no es invierno —fuera de alguna ola de frío fugaz—, cosa que me permite, gracias a las temperaturas tibias, echar ratos en mi rincón chill-out.

Lo de rincón chill-out fue una broma de una amiga y con ese nombre se quedó. En realidad, es una mitad de la terraza del salón, donde instalé una mesa plegable, librería y plantas. Y gracias al tiempo clemente, estos días me he estado sentando ahí, a tomar algo conmigo mismo, hacer anotaciones al viejo estilo, filosofar, preguntarte de dónde vienes y a dónde vas… todas esas cosas raras a las que nos dedicamos los trabajalcolicos cuando nos fuerzan a una semi inactividad.

Justo las buenas temperaturas permiten que a primeras horas de la noche todavía se está a gusto ahí. Y, en estas fechas, primeras horas de la noche siguen siendo un tiempo de la tarde bastante temprano. Porque el invierno climático no habrá venido este año, pero el astronómico no lo mueve nadie. Y a estas alturas alguien dirá: Vale, pero ¿a dónde nos lleva todo esto? ¿O es que has abierto una nueva sección de «divagaciones»?

Bueno, pues esto nos lleva a que, por la disposición de bloques de viviendas de mi barrio, la terraza de mi salón tiene justo enfrente las terrazas de las cocinas de otros bloques. Y, en estos días en los que me he sentado en la oscuridad, tomando un café o una cerveza, no he podido evitar ver esas terrazas iluminadas mientras la gente se hace la cena. No suele haber mucho que ver, la verdad, porque las que no son de ventanas de vidrios esmerilados suelen tener las persianas bajadas, justo para preservar la intimidad.

El amor como un juego de sombras chinescas

Pero sí hay una terraza, de las de ventanas esmeriladas, en la que sí ha habido mucho que ver.


Allí, más o menos a la misma hora —al menos durante esta semana—, se encienden las luces y una pareja se dedica a prepararse la cena. Gracias a esos vidrios esmerilados y a alguna luz que debe estar al fondo, los movimientos de esos dos son semejantes a un espectáculo de sombras chinescas.

Por sus siluetas, deben ser una pareja joven. Si no lo son, se mantienen asombrosamente bien, no solo por lo que traslucen sus perfiles sino también sus movimientos. Cada noche, hacia las ocho, dan un espectáculo diferente de sombras chinescas. Y, como uno es imaginativo porque es escritor, o es escritor porque es imaginativo, viéndolos, no puede evitar imaginarse historias.

Reconozco que las sombras chinescas me fascinan desde niño. Esas imágenes negras sobre fondo blanco, capaces de trasmitir de manera asombrosa con el simple desplazarse y los aspavientos. Hubo una noche en la que, por los aspavientos y sus idas y venidas, era obvio que discutían de manera vehemente. Otra, por cómo se movían, debían estar dedicado a una de esas variantes del coqueteo que se dan entre parejas ya asentadas. Las sombras se acercaban, se fundían para despegarse luego a atender algo del cocinar, volvían a juntarse. Y otra noche esas sombras, a las que se veía que tenían recipientes y utensilios en las manos, daban la sensación de estar discutiendo algún asunto para ellos importante…

No. No es que pretenda emular al protagonista de La ventana indiscreta. A lo largo de esta semana, esas son las tres veces que les he visto. Ahí están los dos siempre a esas horas, pero el resto de los días yo estaba a otros asuntos y no en la terraza. Al moverme (como podía) por el salón he visto esa terraza y sus sombras chinescas, por supuesto, pero no me he detenido a observar. Que una cosa es ver y otra mirar. No tengo nada en contra del voyeurismo, que es una perversión muy respetable, siempre que la observación sea inocente o consentida. Porque de lo contrario quien la practica no es un voyeur sino un despreciable mirón.

Pero han sido tres veces las que, sentado en la oscuridad, en mi rincón chill-out, tomándome una cerveza, he podido ver a esa pareja de sombras chinescas, en tres situaciones distintas. Y no he podido evitarlo, pero se me ocurrió que ahí había un título y una historia. El título es el que lleva este post y la historia no sé cuál podría ser. Quizás es que necesita otro arte narrativo —el teatro, el cine— distinto de la literatura para hacer justicia a algo tan visual, fuera cual fuese el argumento.

Sin embargo, tampoco quería que todo se quedase en un par de líneas en esa libreta mía, llena de ideas que en su mayor parte jamás se convertirán en historias. Y, a falta de algo mejor, por eso he colocado la anécdota en esta entrada de blog.

Sobre Bandera negra

Ya he comentado repetidas veces y en distintos lugares que Bandera negra es una novela especial. No es que la tenga a más que al resto, porque cada obra es distinta y, como a los hijos —los que los tienen— uno las quiere a todas, a cada una a su manera. Pero Bandera negra es diferente a todo lo que había producido y lo es de manera deliberada. Porque quise que fuera el compendio de todo lo que he aprendido a lo largo de más de quince años de escribir novelas históricas.

No las tenía yo todas conmigo sobre cómo se recibiría una novela así. Pero la verdad es que en general no solo ha gustado, sino que hay quienes consideran que Bandera negra es mi mejor novela histórica. Ahí no voy a entrar, desde luego, por las razones antes dichas, porque uno quiere a todas sus obras. Y, de nuevo como con los hijos, cada una tiene una suerte bien distinta, fruto de factores incontrolables.

Casi dos años después de su edición, Bandera negra sigue dando vueltas y guerra. En esta ocasión y al respecto, os ofrezco en el blog la entrevista de una hora que me hicieron sobre la novela. El quid de esta entrevista en concreto, en el programa Las aventuras de la espada, de Radioya.es, es que va más allá la historia que se narra. Durante una hora discutimos sobre su génesis, su estructura, las intrahistorias de la historia que se cuenta, el formato y las claves no perceptibles a una primera lectura…

No me alargaré ni destriparé la entrevista. Aquí os dejo el podcast por si queréis escucharlo y solo añadiré que para mí fue muy estimulante la conversación sobre Bandera negra. ¿Por qué? Porque a veces, hasta que no lo expresas, ni tú mismo eres consciente de algunas de esas claves que manejaste en una novela y de la importancia que acaban teniendo en el resultado final. Curioso, ¿eh? Pero así funcionan las cosas con los libros. O supongo que más bien con todas las artes y la creación.

Pescadores de fortuna

La pesca en Castellón

Leí hace tiempo una noticia sobre un incidente habido entre la policía local de Cádiz y un vendedor ilegal de pescado, y la posición más que ambigua adoptada por el alcalde del lugar. La verdad es que las autoridades hacen bien en reglamentar y vigilar el asunto de los alimentos. Y justo el pescado y el marisco merecen especial vigilancia. Pero eso me hizo recordar que, no hace tanto, las cosas eran muy diferentes. Y, desde luego, las autoridades mucho más laxas.

De noche, junto a la refinería de Castellón…

Recuerdo que, en mis tiempos de marino mercante, en cierta ocasión llevamos crudo a la refinería de Petromed, en Castellón. En esa ocasión, no entramos de forma directa. Tuvimos que fondear en espera de que nos dieran orden de descargar. Y esa noche, estando de guardia, pude observar que una barca con tres tripulantes merodeaba cerca del buque. Pescaban a la luz de un farol.

Que lo hicieran cerca del petrolero no era sorprendente. No sé cómo será ahora, pero entonces, hará 20 o 25 años, los residuos orgánicos se tiraban por la borda y en paz. Festín para los peces. Y, justo por esa razón, siempre había peces cerca de los barcos. Y, donde hay peces, hay pescadores.

Lo que me llamó la atención fue que los tipos examinaban cada pieza que pescaban. Y a la mayor parte de ellas las devolvían al mar. Como había un marinero veterano justo entonces en el puente —no recuerdo a qué había subido a esas horas— le señalé ese comportamiento tan peculiar. A él no se lo pareció y, de hecho, me dijo

—Esos son pescadores de peces preciosos.

—¿?

—Pues que no les vale cualquier pez. No los pescan para comérselos ellos. Buscan ciertas clases de peces caros, para vendérselos a los restaurantes de postín de Castellón. Por eso tiran la mayor parte al mar. Solo se quedan con los que pueden vender.

Curiosa ocupación ¿eh? Y, desde luego, un nombre de lo más bello: «pescadores de peces preciosos».

Ocurre que las historias que se cuentan en los barcos siempre tienen varios grados de imprecisión y el doble de inventiva. Y a lo mejor el marinero me estaba tomando el pelo.

Lo mismo eran peces que no les servían. Porque recuerdo que, allí mismo y en otra ocasión, también fondeados, nos dedicamos a pescar y sacamos poco más que tallanes. ¿Qué son los tallanes? Unos malditos peces cabritos, cuya única virtud es tener unos dientes tremendos, que se han llevado el dedo de más de un pescador desprevenido. Lo mismo era todo mentira y lo que hacían era deshacerse de eso que se llama morralla, y que son justamente los peces que solo sirven para hacer caldo o fumet.

Podría haber lo comprobado. Pero ¿para qué? Si era mentira, lo compro igual. Porque no me digan que no es una historia bonita.

… y junto a la reserva de Tabarca

Un par de años después, navegaba en un barco gasolinero que suministraba combustible a las grandes ciudades del litoral mediterráneo español. En más de una ocasión, al arribar a Alicante, tuvimos que quedar en espera de turno de descarga. En tales casos, lo que hacíamos era ir a fondear muy cerca del límite de la reserva marina de la isla de Tabarca. Está prohibido pescar en esa reserva, como es lógico. Pero en el mar no hay vallas ni cercas y, por tanto, justo cerca del límite de la reserva, peces y mariscos proliferan. Y nosotros, si fondeábamos, aprovechábamos la ocasión. Nos dedicábamos a pescar calamares de noche.

Lo que hacíamos era apear un farol por la popa, para atraer con la luz a los calamares. Y luego echábamos poteras. Estas son un lastre de plomo pintado, erizado de garfios. La técnica de pesca es sencilla: hay que lanzar la potera al agua, a no mucha profundidad, y luego ir subiéndola y bajándola mediante el sedal. Con suavidad, para engañar a los calamares. Estos creen que es un pez y, cuando la atrapan, notas el tirón. Entonces, todo es el ir subiendo con suavidad pero sin parar la potera. Y el calamar sale enganchado. Porque, como estos no pueden nadar hacia atrás, una vez que le atrapas con los garfios de la potera, si no detienes el ascenso, no puede liberarse.

Eso de pescar con poteras también tiene sus exégetas y sus frikis. He presenciado discusiones de lo más bizantinas acerca de cuál es el color idóneo en el que ha de estar pintada una potera. No hay unanimidad y, por tanto, las hay de todos los colores. Yo las he visto hasta doradas.

Pescar con potera es fácil, se aprende rápido y, en aguas ricas en pesca como aquellas, es muy agradecido, porque no tardas en sentir el tirón del primer cefalópodo. En aquel barco, nos habíamos dividido la faena en tres. Unos pescaban, otros limpiaban y otros cocinaban. Yo era de los primeros: prefería perder horas de sueño a tener que eviscerar a los calamares, que es de lo más asqueroso, la verdad.

Nunca tardábamos en llenar uno o dos cubos de calamares, chocos y seres parecidos. Una vez, hasta atrapé un pulpo de muy buen tamaño. Pero cuando ya lo izaba fuera del agua, con los balanceos de la potera, la popa se le puso a tiro. Pegó ahí las ventosas de algunos de sus tentáculos, hizo fuerza, dobló los garfios de la potera y se escapó.

Cuando teníamos bastante, parábamos. No tiene sentido pescar más de lo que vas a comer. Aunque había una excepción. Teníamos un contramaestre que pescaba para sí mismo y todo lo que podía, y no por afán predatorio. Su habilidad era asombrosa. Se manejaba con una potera en cada mano. Le veías ahí, junto a la borda, tirando de los sedales derecho e izquierdo, casi recordando a un marionetista. Con una sola mano era capaz de izar a los calamares para luego, con un gesto de muñeca, arrojarlos al cubo. A ese le vi yo llenar tres baldes en menos de dos horas.

¿Y qué hacía con eso? Pues tenía acuerdos con algún que otro restaurante de Alicante. Allá se iba a venderles el calamar. Calamar fresco, delicioso, que luego cobraban bien cobrado los restauradores. Eran otros tiempos. Ahora hay más normas y los de sanidad están muy al quite. Supongo que hemos salido ganando. Desde luego, en este caso, los calamares sí que lo han hecho.

Pero qué grande es el amor…

Pero qué grande es el amorTomaba anoche una copa conmigo mismo. No soy de los que salen a deambular a solas por las barras de los bares, pero ahí tengo el pub de toda la vida, donde me conocen y saben cómo me gustan las copas, donde me puedo sentar en la penumbra y perderme en mis pensamientos sin sentirme un colgado de bar. Y anoche andaba dándole vueltas en la cabeza a mis asuntos cuando de repente tuve que salir de lo mío para fijarme en la pareja que estaba sentada en la mesa justo frente a la mía. Rondarían los dos los cuarenta y no eran ni guapos ni feos sino dos personas normales que hablaban cara a cara, separados por una mesa de ni tres palmos de ancho y con cervezas de por medio.

Estarían a un par de metros de mí, pero no sé de qué hablaban y, desde luego, no es relevante para esta historia. De hecho, creo que tampoco lo era para ellos porque era obvio que estaban en pleno cortejo. Al menos era obvio para cualquier observador que haya rodado un poquito por la vida. Yo podía verles muy bien y sin necesidad de tener que espiarles de reojo, porque da la casualidad de que se jugaba un partido entre el Español y el Bilbao, y ellos estaban justo en línea con la pantalla del fondo. Así que yo podía mirar directamente, en teoría a la pantalla, y observarlos sin llamar la atención.

Como ocurre muchas veces en casos semejantes, era él quien llevaba el peso de la conversación y, además, remarcaba lo que decía —lo que fuese— con gestos cargados de énfasis. Y ella estaba ahí, al otro lado de la mesa, oyéndole supongo que sin oírle. En el fondo pendiente de él, mirándole fijamente y sin desviar los ojos. Esa se supone que es una señal que todos entienden. Se supone.

La verdad es que su actitud era la de dos adolescentes. Insisto en que frisarían los dos los cuarenta. Pero claro, en estas situaciones ya se sabe… De forma lenta, ambos iban acercando las cabezas por encima de esa mesa, afortunadamente pequeña. Pero siempre, al llegar a poco más de un palmo de distancia, él retrocedía con brusquedad y, para enmascararlo, hablaba con redoblado ímpetu. Le podían esos miedos de los que nadie está a salvo. Y luego la aproximación volvía a comenzar para, inevitablemente, frustrarse por parte de él en el último momento.

Pero si las señales eran claras. Aunque, claro, uno lo ve siempre todo muy claro cuando está en la barrera. Cuando se encuentra en la arena, metido en harina, las cosas a menudo no parecen tan obvias. Lo admito, lo entiendo. Pero eso no quita para que el tío ese me estuviese ya poniendo negro con tanta indecisión. Viéndole ahí, abortando el salto una y otra vez, como piloto de avión que remonta porque hay demasiado viento en pista, me dio por pensar: «Como este salga de aquí sin atacar, cuando pase por mi lado le meto un botellazo por necio y flojo».

No fue necesario, porque el hombre por fin se decidió. O más bien se lanzó. Cuando los hombres se ven en una tesitura en la que no tienen claro si la puerta está abierta o cerrada, hay tres formas de ir hacia delante. La primera es la «técnica del psicópata» que es la del que en realidad el asunto se lo trae al pairo —o consigue abstraerse muy bien— y, puesto que se juega poco emocionalmente, actúa con la frialdad del que no va a salir malparado en caso de equivocarse. La segunda técnica es la del «valiente», la del que, harto de dudas, se lía la manta a la cabeza y se tira a la piscina, y ojalá que el agua no esté helada. Y la tercera es la del «enamorado», ese al que en un momento dado el corazón toma el control, deja de importarle todo y para adelante.

En el caso de este, no sé si fue la segunda o la tercera situación, pero desde luego seguro que no la primera. Por seguir haciendo taxonomía, vamos a recordar que ahora llamamos «hacer una cobra» a ese movimiento de curvarse hacia atrás para hurtarse a un beso no deseado. Bueno, pues a lo de este hombre podríamos llamarlo «hacer una víbora» porque lanzó un ataque semejante a la de ese ser mortífero para besar a la chica. Aunque lo cierto es que no necesitaba un ataque tan fulgurante porque, aunque lo hubiese hecho a paso de caracol, ella no he habría huido, no.

En un pestañeo habían abandonado los dos sus taburetes para encontrarse en el lateral de la mesa y besarse de pie. ¡Madre mía, que beso! Quede claro que no fue un beso demasiado bueno, en absoluto. Yo los estaba observando y —modestia que no tengo aparte— sé algo de besos. Pocos nacen sabiendo besar, a eso también se aprende y muchos no aprenden jamás, entre otras cosas porque ni siquiera saben que hay que aprender a besar.

Fue un beso chapucero, apresurado. Me recordó aquellos que me daba de adolescente con contrapartes igual de inexpertas y fogosas, en los que la mitad de las veces, llevados del ímpetu, entrechocábamos los dientes con tanta fuerza que no sé cómo no nos mellamos alguno.

No fue un buen beso, pero fue un gran beso. Grande de verdad. Y lo digo yo, que he visto muchos besos. Vale, es cierto que todos hemos visto muchos besos, pero pocos se fijan en ellos. Y yo sí lo hago porque me fascina la gente que se besa en público y lo que trasmiten sus actitudes. Me fascina tanto que hará ya 20 años que escribí un cuento sobre un beso que vi darse a dos chavales que se reencontraban en la estación de ferrocarril de Gijón, cuando el bajó del tren y se encontró con que ella le estaba aguardando en el andén…

Volviendo a este beso en concreto, juro que fue mágico. Un beso no es solo dos bocas que se juntan: en un juego en el que entran en acción dos cuerpos y en los que las posturas, los actos, nos muestran los sentimientos. Y él, que tanto había dudado, la estrechaba ahora como si tuviera miedo de que, de un momento a otro, se le volviese humo entre los dedos. Y ella le abrazaba de una forma peculiar. Le corría con las manos por la espalda y a veces cerraba el puño sobre la tela del jersey, como si estuviera por fin tocando algo que había deseado palpar desde hace tiempo.

En fin y para no alargarnos: que eso fue un beso de enamorados, si es que alguna vez he visto uno. Luego se fueron y yo seguí tomando mi copa, sin ya nadie entre el fútbol en pantalla y mi mesa. Y me dio por cavilar sobre algo que ya se me ha pasado por la cabeza otras veces. Algo que ya pensé hace veinte años, cuando vi aquel beso en la estación de Gijón.

Anoche tuve la suerte de ver a dos personas felices. Felices como nos está permitido a los humanos, que es durante un momento fugaz. Creo que podemos alcanzar la felicidad de la misma forma que podemos volar. Solo podemos volar saltando y, justo en ese instante que estamos en lo alto de la curva, ahí estamos volando. Después caemos de forma inevitable. Opino que no la felicidad ocurre lo mismo. Y que lo terrible es que, cuando alcanzamos por fin esa felicidad, por ese momento, no somos capaces de darnos cuenta de que la tenemos por fin ahí y a menudo olvidamos. Los humanos somos así.

***

Leyendo esto alguno pensará que soy un voyeur. Se equivoca. No tengo nada contra el voyeurismo, que es una perversión de lo más respetable. Al revés que un mirón, que es un espía despreciable, un voyeur es alguien que saca placer de la observación. Yo no. En mi caso, ocurre que soy un filocalista; es decir, que me gusta la belleza, me fascina. Y lo que tiene la belleza es que la encontramos a menudo en, donde y cuando menos lo esperamos.

Conversaciones con Rómulo Augústulo

Con motivo del I día de la Romanidad, aquí os dejo una ficción sobre una entrevista realizada por un imposible dominical al ex emperador Rómulo Augustulo, ya en su vejez y retirado lejos de todo.

El destino de Rómulo Augústulo

Siglo VI d.C.
Muchos políticos mediocres desaparecen de escena para, años después, reaparecer con un aura de solvencia y veteranía que les permite pontificar sobre la política actual con una autoridad que no tuvieron a la hora de gestionar la de su tiempo. Eso en algunos casos es simple impostura, pero en otros es bagaje real ganado con el paso de los años.
                Rómulo Augústulo, último emperador romano, fue un pobre títere sin poder real. Pasó de manera fugaz por el trono imperial y desapareció tras su derrocamiento. Supongamos que no fue eliminado y que, décadas más tarde, un magazine semanal le localizó. Esta sería la larga entrevista que le habrían realizado para esa publicación.
                En realidad, habría sido en varias sesiones y de ahí el plural conversaciones. Se habrían efectuado en la residencia del otrora emperador, en Campania, lejos de todo centro político.
                La entrevista habría tenido lugar en el otoño del 536 d.C. y su interés radicaría en las reflexiones del anciano, hechas mucho tiempo después, sobre su época y los sucesos que le tocaron vivir.
Advertimos que el estilo es reposado, con cierta intención literaria, como era muy común en este tipo de entrevistas publicadas por escrito en medios de solera.

La entrevista

Si un nombre es conocido en todo Occidente, aún en la cabaña de carboneros más humilde y remota, ese es el de Flavio Rómulo Augusto. No hay rey bárbaro ni emperador de Oriente cuya fama pueda rivalizar con la suya. Rústicos o urbanos, poderosos o humildes, todos saben quién es, pese a que hacía más de medio siglo que no se tenían noticias sobre él. Pero, ¿quién podría olvidar que Flavio Rómulo Augusto, más conocido como Rómulo Augústulo, fue el último emperador del imperio de Occidente?
Sin embargo, como ya hemos dicho, durante sesenta años nada se ha sabido de él. En todo ese tiempo, nadie fue capaz dar noticia cierta sobre su paradero; sobre qué destino corrió o si estaba vivo todavía. No pocos apoyaban incluso la tesis de que fue eliminado con discreción por Odoacro, al poco de su destronamiento.
No entraré en detalles sobre cómo llegué al convencimiento de que Rómulo Augústulo seguía vivo. Tampoco voy a desvelar cómo conseguí averiguar su paradero. Todo eso pertenece al secreto profesional. Sí puedo decir que no fue fácil obtener una entrevista y que solo tras innumerables gestiones y tras vencer no pocas reticencias del antiguo emperador y de sus cercanos, accedió aquel a recibirme en su residencia. Digo todo esto porque la entrevista es el resultado de una larga negociación y de unos pactos que, por supuesto, este periodista y esta publicación van a respetar de manera escrupulosa. También es obligado recalcar que, al margen de las cuestiones que pudieran afectar a su seguridad personal, Rómulo Augústulo habló sin tapujos y sin soslayar temas espinosos.
El encuentro con el otrora emperador romano me causó un gran impacto, una viva impresión que quisiera trasmitir a los lectores. La imagen que tenemos del último emperador es la de un niño cubierto de púrpuras. Una estampa radicalmente distinta a la del añoso terrateniente que me recibió en sus predios. Un anciano que allí, entre sus sembrados y viñedos, resultaba la viva encarnación de la dignidad de la vejez.
Rómulo Augústulo tiene ya más de setenta años y el paso del tiempo le ha convertido en un anciano delgado, con una poblada barba blanca que le da aspecto de filósofo. A todos nuestros encuentros acudió vestido como ropas blancas de poco adorno, como corresponde a un señor rural romano. También sus gestos y su forma de expresarse son sencillos, lo que le confiere una mayor dignidad. Podría decirse que el antiguo emperador, retirado en la campiña, ha ido madurando como sus uvas, gracias al estudio de su biblioteca y a la administración de sus propiedades.
Su personalidad es tranquila a la par que poderosa y, desde las primeras frases, marcó el ritmo de la entrevista hasta el extremo de que me vi obligado a replantearme el enfoque de la misma, así como algunas preguntas, y eso es algo que me ha ocurrido pocas veces a la largo de mi carrera profesional.
De entrada, rechaza el tratamiento de gloriosissimus con el que le saludé, y lo hace con la sonrisa de un patriarca venerable y las palabras de un sabio.

Rómulo Augústulo. Ese título está ligado a una muy alta dignidad que yo ya no ostento. No soy más que un propietario rural de la Campania. Ilustris es suficiente para mí e incluso eso a veces me da la impresión de venirme grande.

Pregunta. Ya que hablamos de eso, ¿con qué nombre le gustaría pasar a la posteridad? ¿Con el de Flavio Rómulo Augústulo o como Rómulo Augústulo?

R.A. Me da completamente igual. Que esa posteridad decida. Lo cierto es que no me molesta el sobrenombre de Augústulo. En el fondo, hace justicia a lo que fui: un niño elevado a la dignidad imperial por la voluntad de otros

. P. En todo caso, usted fue el último emperador de Roma. No son pocos los que opinan que, si está vivo, puesto que no fue sustituido por ningún otro, todavía sigue siendo el legítimo emperador.

Descarta esa cuestión con un manotazo y una sonrisa benévola.
R.A. ¡Por Dios! Esos no son más que tecnicismos. Juegos de lógica jurídica para cortesanos y legistas, sin utilidad real alguna. Toda esa dialéctica legitimista carece de importancia.

  1. No la tendría hasta hace muy poco. Pero ahora quizá si la tenga.

En vez de contestar, Rómulo Augústulo me mira con algo así como una perplejidad educada. Me veo por tanto obligado a aclarar.

P. El general Belisario conquistó el año pasado Sicilia y ha desembarcado este mismo año aquí, en la Península Itálica. Ya ha conquistado la mitad sur, incluida esta región en la que nos hallamos. En estos momentos, su ejército marcha sobre Roma y son pocos los que dudan de que la Urbe caerá en su poder. Si eso llega a suceder, ¿pedirá al emperador Justiniano que le reponga en el trono y que le entregue las provincias occidentales reconquistadas?

El fin de Pompeya

No fui más que un instrumento al servicio de las ambiciones de los demás

Mi anfitrión vuelve a sonreír. Lo hace casi como un abuelo ante la pregunta cándida de un nieto. Con un ademán, me invita a sentarme a una mesita sobre la que reposan dos copas, así como jarras de vino y agua. Me comenta que ese vino es cosecha de sus propias viñas. No se me escapa la presencia de bucelarios armados hasta los dientes que se mantienen cerca, sin perder nunca de vista a su patrón. No cabe duda de que Rómulo Augústulo es un hombre precavido. Sirve él mismo a pesar de mis protestas. Bebe con calma y solo tras dejar la copa sobre la mesa y secarse con esmero la barba, responde.

R.A. No está en mi ánimo hacer algo así y tengo mis motivos. El primero es que no albergo ningún deseo de volver a ser emperador. Es más: nunca quise ser emperador. Fue mi padre, que en paz descanse, el que me colocó en ese cargo siendo yo un niño de solo doce años. No tenía interés en ese trono entonces y mucho menos lo tengo ahora. Soy anciano y solo deseo pasar tranquilo mis últimos años.

»No fui más que un instrumento al servicio de las ambiciones de los demás. Créame cuando le digo que no añoro esa época de mi vida. Era un monigote que ocupaba el trono. Recibía los homenajes y encabezaba las ceremonias, pero las decisiones las tomaban otros.

Hace una pausa reflexiva y me siento obligado a animarle a proseguir.

P. Ha hablado de motivos, en plural. Ese es uno. ¿Cuáles serían los otros?

R.A. La certeza de que Justiniano no tiene ninguna intención de restaurar el Imperio de Occidente. Lo que busca es recomponer el imperio pero unido bajo un único emperador, el de Oriente. Su plan es liquidar el diseño imperial de Diocleciano y esta invasión es algo más que una guerra más. Vivimos una revolución, un cambio en el orden romano.

P. Son afirmaciones muy drásticas.

R.A. Pero que se corresponde con la realidad. Este nuevo orden romano se diseñó hace tiempo. Un único imperio y un único emperador. Es un plan que lleva en marcha desde hace varias generaciones y que se ha ido ejecutando paso a paso. De hecho, estoy convencido de que uno de tales pasos fue el permitir o incluso el incitar a la extinción de la dignidad imperial de Occidente.
Reconozco que aseveraciones tan categóricas logran desconcertarme. Ahora soy yo el que bebe, en mi caso para ordenar mis ideas.Es un enfoque de la situación que vivimos… sorprendente.

P. ¿Quiere decir que Odoacro no fue más que un comparsa del imperio de Oriente?

La mirada que ahora me dedicas es de diversión, aunque amable. Vuelve a beber con calma, de forma que nuestra conversación fluye de manera tan sosegada pero poderosa como el Nilo.

R.A. Yo no diría tanto como comparsa. Convidado a banquete ajeno o, si prefiere otro símil, pieza menor en el juego de terceros.

Vuelve a beber. Sin duda se ha dado cuenta de las reservas con las que he acogido esa afirmación, porque se explaya tras volver a secarse la barba.

R.A. Durante estas décadas, he tenido ocasión de estudiar las crónicas que de tiempos pasados nos han llegado. También muchos documentos privados que mis agentes han ido recopilando para mí aquí y allá. Para conocer la verdadera historia, hay que acudir a las fuentes, ya que los hombres tienen la costumbre de falsear su pasado, sea para magnificarlo o para ocultarlo.
»Es tranquilizador el mito de que el Imperio de Occidente fue sucumbiendo de forma paulatina y durante siglos bajo el embate de los pueblos bárbaros. Sin embargo es falso, por mucho que a fuerza de repetirlo la gente haya acabado por creerlo. Porque lo cierto es que fuimos nosotros, los romanos, los que acabamos con el imperio.

Se inclina hacia adelante y abandona en parte su sosiego para acompañar sus palabras de ademanes expresivos.

R.A. El emperador Diocleciano dividió hace tres siglos el imperio porque se había vuelto demasiado grande para un único poder centralizado. Su idea no era tanto la de crear dos entidades independientes como que Oriente y Occidente fuesen como las dos mitades de un mismo cuerpo. Y funcionó bastante bien durante largo tiempo. Luego, las distintas dinámicas a las que estaban sometidos ambos imperios llevaron a que cada uno viviese una evolución muy diferente. El de Oriente se fortaleció y cristalizó, en tanto que el de Occidente entró en una paulatina decadencia.

Bebe y sonríe como pensativo.

Ruinas romanas de Túnez

En su etapa final, Roma no era más que una farsa política

R.A. La decadencia fue moral y esta a su vez precipitó la material. Las élites dominantes dejaron de creer en el imperio como un objetivo superior y pasaron a considerarlo una gran finca en la que saciar su sed de poder y riquezas. Nuestros soldados, a su vez, dejaron de ser leales a Roma para serlo a sus propios generales, y eso nos llevó a una espiral de conjuras, levantamientos y guerras civiles.
»Los bárbaros no nos arrebataron Britania, las Galias o las Hispanias. Esa es la mentira que después acuñamos para ocultar nuestra vergüenza. Fueron los sucesivos usurpadores los causantes de tales pérdidas: generales sin escrúpulos, ávidos de coronarse emperadores, que retiraban las tropas bajo su mando para marchar sobre Roma. Para conquistar el trono, no dudaron en desguarnecer las provincias. Y por esas fronteras desprotegidas fueron entrando los bárbaros. Así ocuparon de forma sucesiva nuestras mejores tierras y así quedó el imperio al final reducido a un triste resto. Pero lo cierto es que, a pesar de algún desastre como el de Adrianópolis, las legiones de Roma siempre vencieron en todas sus guerras contra los bárbaros y estos no pudieron arrebatarle ninguna de sus provincias por la fuerza.

P. Pero ¿qué tiene que ver eso con el imperio de Oriente?

R.A. En su etapa final, Roma no era más que una farsa política. Cierto que conservaba su prestigio y su aureola. Aún lo conserva. Los habitantes de las antiguas provincias se consideran a ellos mismos ciudadanos romanos, se rigen por las leyes de Roma y tienen a esta como su referente máximo. Pero los últimos emperadores no eran, no éramos, nada. Juguetes en manos de generales, burócratas y jefes bárbaros. Los mismos emperadores de Oriente hacía tiempo ya que habían dejado de tratar a los de Occidente como a sus iguales. Los trataban como a subordinados, en el mejor de los casos. Doy fe de ello, porque hablo de primera mano.

P. Es una visión muy amarga.

R.A. ¿Amarga? No, yo no guardo ningún rencor contra Oriente. No culpo a sus emperadores por el trato que me dispensaron en su día a través de sus misivas y sus mensajeros. Su desdén nos lo habíamos ganado a pulso con nuestras luchas intestinas. Cuando me colocaron en el trono tras la enésima conjura, el imperio de Occidente solo abarcaba parte de Italia bajo mi mando teórico, y Dalmacia e Iliria, bajo el de mi antecesor, Julio Nepote. Un triste resto de imperio e incluso eso dividido.
»Era la consecuencia de siglos de ambiciones personales y deslealtades públicas. Ante esa debacle imparable, el imperio de Oriente optó por tratar de salvar lo que se pudiera. Y, para lograr eso, el Imperio de Occidente sobraba. Así de claro.

P. ¿Existe alguna prueba de eso?

R.A. ¿Pruebas documentales? No, por supuesto. Los hechos hablan por ellos solos. No bien quedó liquidado el imperio con mi derrocamiento, el emperador de Oriente pactó con una serie de reyes bárbaros su subordinación nominal a Constantinopla. Por ejemplo, cuando los ostrogodos quitaron de en medio a Odoacro y a sus hérulos, estos y Bizancio acordaron la creación de la Prefectura Italiana y luego, a través de esos mismos ostrogodos, la Prefectura Hispana. ¿Qué más pruebas necesita de que el fin del imperio contaba con el beneplácito de los emperadores orientales?

P. Pero usted mismo lo ha dicho, ilustris. La subordinación era nominal.

R.A. Sé a dónde quiere ir a parar y le insisto en que está en un error. Ahí se equivocaron muchos. Creyeron que todo ese apaño de que los reyes bárbaros reconociesen la superioridad del emperador de Oriente era una pura farsa. Una forma de salvar la cara ante la opinión pública. Se equivocan.

Bebe de nuevo con parsimonia.

R.A. ¿Qué era lo que más deseaban los emperadores orientales de las provincias occidentales? No era el dominio efectivo, se lo aseguro. Ellos buscaban asegurar la continuidad del orden romano. ¿Por qué? Porque ese orden significa materias primas y manufacturas, libre tránsito de mercancías, comercio y un mercado único y enorme de productos, personas e ideas. Eso es el imperio.
»El mayor desastre no ha sido el cambio de gobernantes. Ha sido la erupción de reinos al margen del orden romano. Ahí tiene a los francos. Son buen ejemplo. Divididos en una serie de reinos inestables y a menudo en guerra entre ellos. Eso supone fronteras, conflicto, inseguridad en los caminos, destrucción de cosechas. El desastre.
»Puestos ante lo inevitable, los emperadores de Oriente optaron por dar su respaldo a ciertos reyes bárbaros. Una patina de legalidad a cambio de la pervivencia del orden romano. A todos les convenía, al menos en aquel momento

P. ¿Cómo se conjuga esa teoría con la actual guerra que enfrenta al Oriente con los nuevos reinos bárbaros?

R.A. Se conjuga a la perfección. Vivimos un conflicto global en todo el Mediterráneo Occidental que no es sino la evolución lógica del diseño que acabo de exponerle. Se dice que los aliados de hoy son los futuros enemigos. Ese status quo no podía durar. Los reyes bárbaros se han creído lo bastante fuertes como para sacudirse la subordinación formal a Constantinopla sin sufrir consecuencias. Además, se han dedicado a luchar entre ellos y eso ha dañado al comercio. Si a eso le suma que en Oriente reina ahora Justiniano, que está apoyado por los partidarios de recuperar el control efectivo de las provincias de Occidente, el conflicto era inevitable.
»Las tropas imperiales han reconquistado Cartago y África, combaten contra los visigodos en Hispania y aquí, en Italia, no tardarán en liquidar a los ostrogodos.

P. Justo de eso iba a hablarle. El reino vándalo de Cartago no entraba en la categoría de los «subordinados».

R.A. Tengo la sospecha de que los vándalos eran el objetivo primario de Justiniano y de que todo lo demás ha venido dado.

P. ¿Dado? ¿En qué sentido?

R.A. La ocupación de Hispania ha sido accidental, sobrevenida. Los visigodos están en guerra civil y parece que han adoptado los malos hábitos de los romanos. El aspirante al trono, Atanagildo, ha sido tan incauto como para pedir ayuda al imperio de Oriente en su lucha contra el rey Agila. Las tropas de Justiniano ocupan ya parte del sur y levante de Hispania. Y, aunque apoyan a Atanagildo, en el fondo les da igual quién gane. Para ellos, cuanto más dure la guerra mejor. Más territorio podrán ir ocupando. Porque están ahí para quedarse.

Rellena su copa. Bebe.

R.A. En cuanto a los ostrogodos, ellos se lo han buscado. Podían haberse quedado al margen de todo este conflicto, pero cometieron el error de infravalorar el poder de Constantinopla y de sobrevalorar el suyo propio.

P. Así pues, su teoría es que todo esto es algo muy bien planificado, aunque luego haya crecido.

R.A. No me cabe la menor duda. Como le he dicho, los emperadores de Oriente consideran vital el mantenimiento del orden romano en Occidente y, por supuesto, han previsto cualquier contingencia. Y entre sus planes estaba en devolver a la romanidad a la provincia de Cartago. Luego, las circunstancias han hecho lo demás.

Ocurra lo que ocurra, gane quien gane, nada cambiará o cambiará muy poco.

P. Vayamos entonces a una escala menor y, si le parece, podemos centrarnos en la Península Itálica. El general Belisario, tras apoderarse de Sicilia, desembarcó aquí este mismo año y ya ha conquistado la mitad sur en una campaña fulgurante. Según las noticias que tiene mi periódico, en estos momentos marcha sobre Roma con intención de conquistarla. ¿Qué opina que ocurrirá?

R.A. Si se refiere a si creo que Belisario tomará Roma, la respuesta es sí. No tengo ninguna duda de ello. Creo que el rey Teodato minusvaloró el poder militar y la decisión de Belisario, y ahora está pagando las consecuencias de ese error. Se dejó engañar por los problemas que estaban sufriendo los ejércitos imperiales en África y Dacia. La falta de visión ha sido una constante en Teodato. Es un hombre muy calculador que, sin embargo, tiende a confundir sus propios deseos con la realidad. Eso es algo que ya le puso en aprietos en el pasado y sin duda le pondrá en el futuro.

P. Si es que Teodato y el reino de los ostrogodos tienen algún futuro, claro.Más allá del destino concreto del rey ostrogodo, esto sin duda es un vuelco completo en la situación.

R.A. Yo opino justo lo contrario. Ocurra lo que ocurra, gane quien gane, nada cambiará o cambiará muy poco.

Reconozco que esa afirmación hizo que le mirase incrédulo. No importa que un entrevistador deba mostrarse neutro ni mi veteranía en estas lides. Esa aseveración me dejó atónito. Consciente de ello, Rómulo Augústulo se limitó a mirarme a su vez con placidez y, tras invitarme a beber de mi copa, él mismo dio un sorbo de la suya.

R.A. ¿Le sorprende? Es la realidad desnuda. Lo más probable es que Belisario arrolle a los ostrogodos y los arrincone en el norte, si es que no les destruye por completo. Pero eso no va a significar una verdadera revolución. Solo supondrá un cambio de jefatura. Esto no es una revolución sino una pugna por el poder dentro del sistema.
»Puede que para los habitantes de las ciudades se genere la ilusión de un orden nuevo y, en efecto, no niego que vaya a haber algunos cambios superficiales. Pero nuestro mundo es, desde hace siglos, eminentemente rural. Para nosotros, los terratenientes, el resultado de esta guerra, sea cual sea, solo supondrá un relevo en las élites gobernantes y por tanto, en los funcionarios concretos con los que tenemos que relacionarnos. Para los campesinos ni eso. Todo seguirá igual para ellos, igual que cuando mandaban los ostrogodos, igual que cuando estos mantenían la ficción de ser subordinados del emperador de Oriente, igual que cuando había un emperador en Roma.

P. La afirmación de que todo seguirá igual para los terratenientes ¿vale también para usted? Porque usted no es uno más.

Sonríe.

R.A. No soy el más poderoso ni el más rico ni, por supuesto, el mejor relacionado. Pero sí, tiene razón: no soy un terrateniente más. Sin embargo, espero que el cambio en las élites gobernantes no me afecte en absoluto o, al menos, no más que a mis iguales.
»Durante todos estos años, Constantinopla ha sabido tras qué identidad me ocultaba y dónde me escondía. Los orientales cuentan con unos servicios de información excelentes. Y también con agentes de otro tipo, más expeditivos e igual de excelentes. Si nadie me ha molestado en todos estos años, no creo que ahora que solo soy un viejo al que le queda poco de vida vayan a hacerlo.

P. De sus palabras, entiendo que hubo una época en que temía por su vida.

R.A. Por supuesto. Para serle sincero, los primeros tiempos los pasé aterrorizado. El golpe palaciego de Odoacro que me expulsó del trono causó la muerte de mi padre, de quien yo no era más que una marioneta, y mi confinamiento en un castillo. Aunque los hombres de Odoacro siempre me trataron bien, yo vivía lleno de miedo. En cualquier momento podía llegar la orden de hacerme matar. Y luego, aquí, en estas tierras, durante largos años estuve esperando la llegada de los asesinos de Oriente. Cada vez que se producía un cambio de emperador en Constantinopla, reverdecían mis temores, porque ese nuevo emperador podía cambiar de política hacía mí.Pero no fue así. Ya ha dejado claro que no tiene ningún interés en reclamar al imperio de Oriente su reposición en el trono romano.

P. Pero, ¿y si Justiniano le ofreciese algún alto cargo? Es usted el último emperador y su simple presencia podría aportar algo de legitimidad a la conquista de Italia por parte del imperio oriental.

R.A. No creo que eso ocurra, aunque no le falta razón a su argumento. Si una oferta así llegase, que ya le digo que no lo creo nada probable, yo no aceptaría.

P. Fabulemos. Supongamos que Justiniano le ofreciese volver a ser emperador en un renacido Imperio Romano de Occidente.

R.A. Declinaría tal honor. Créame. Llevo retirado en estas tierras casi cincuenta años. Aquí me siento seguro. Administro mis bienes, imparto justicia entre mis colonos y mis siervos. Mi ejército son mis bucelarios y le puedo jurar que me son más leales de lo que en los últimos siglos lo ha sido ningún ejército romano a su emperador. Aquí, como amo y señor de estos campos, tengo más poder del que nunca tuve como emperador o del que tendría si me aviniese a volver a serlo.

Bebe esta vez con largueza, como si reflexionase. Luego apostilla.

R.A. Hace mucho ocupé el trono de Roma sin que mi voluntad contase para nada. Siendo solo un niño, me convertí en el monigote de mi padre. Ahora, ya anciano, no volvería a sentarme en ese trono para ser el hombre de paja de Justiniano. En su día no tuve elección, pero ahora sí la tendría. Solo deseo pasar los años que me quedan aquí, ocupado en las tareas agrícolas y en mi biblioteca. Quiero morir como he vivido, lejos de la política. Y la historia… –sonríe distante-. Mire, la historia que cuente de mí lo que a los hombres les venga en gana. Yo no estaré ahí para escucharlo.

© León Arsenal, 2018. Queda prohibida cualquier reproducción total o parcial de este texto.


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