Tragedias pequeñas

El otro día un tipo mató a su mujer en Andalucía. Hoy salía el entierro en la televisión. Los únicos que acompañaban al féretro eran algunos parientes políticos (familiares del que la mató), porque la pobre mujer carecía además de familia.

Hay una gran diferencia entre tragedia pequeña y pequeña tragedia. Supongo que no hace falta que explique cuál es.

Casualidades

El puente de la Asunción es cuando más vacío se queda Madrid: los que están de vacaciones aún no han regresado y los que las comienzan ya han salido. Unos por otros, las calles vacías. Y yo, como soy un listo (por si alguien no lo sabe, hay una diferencia notable entre ser un listo y ser listo; de hecho, son casi antónimos) tuve ayer el siguiente razonamiento: Madrid está vacío y, si me voy a comprar a última hora, seguro que no hay ni Dios en el hipermercado y no tengo que esperar cola.

            Y no. Me acerqué al Carrefour (no soy hostil al pequeño comercio, pero ellos mismos parece que sí, puesto que todos cierran y se largan en agosto, de forma que no puedes comprar una mísera lata de atún en tienda) cerca de las nueve de la noche. Como es lógico, si quedamos cuatro en Madrid, allí nos habíamos juntado todos, a comprar. Un espanto. Tardé un cuarto de hora sólo en conseguir una mísera cesta. No quedaba pan (lo que me puso de un humor de mil demonios) ni ensaladas. Había muchos expositores casi vacíos. Olvídate de las ofertas, claro: ya volaron. Y encima tuve que guardar una buena cola.

            El caso es que regresaba a casa con las bolsas, no cabreado, sino de humor filosófico, que es uno que gasto cada vez más, cuando de repente vi, ahí adelante, destellos de luces de policía y revuelo de gente. ¿Qué había pasado? Que el viento que se levantó ayer, por alguna razón, había derribado un árbol sobre la acera. Uno muy grande; se había desplomado y causado daños a un automóvil aparcado. Por fortuna no alcanzó a nadie. Fue en la calle por la que voy de casa al centro comercial. Así que, en algún momento entre el ir y el venir fue cuando el árbol se vino abajo.

            La reflexión es la siguiente: De haber sido los tiempos, de no haber habido demoras, ¿me hubiera pillado ese desplome? ¿Debo la vida acaso a la codicia comercial, que siempre tiene a poner menos cestas de las necesarias, o tal vez a ese estúpido instinto gregario, que nos lleva a agolparnos a ciertas horas y en ciertos lugares, pese a tener toda una ciudad medio vacía para nosotros solos?

            No es un pensamiento demasiado agradable ese de que pueda deber la vida tal vez a eso. Pero tampoco lo es lo contrario. No me parece una forma muy digna de morir, esa de ir subiendo una cuesta, con un par de bolsas de la compra, y perecer aplastado por la caída de un castaño de indias de más de quince metros de alto y casi uno de diámetro. Sería lo que me faltaba, así que me quedo con la primera opción, aunque tampoco sea muy lucida.

De sonidos y ruidos. De burros y hombres.

Hablaba el otro día de sonidos evocadores, que le llevaban a uno a otra época. Caso bien distinto son ciertos ruidos, que siempre parecen haber estado, y parece que perdurarán con el paso del tiempo. El estruendo del camión de basura, cuando acude haciendo rodar el tambor, demasiado pronto por la mañana, y los golpazos de contenedores que le acompañan, junto con las conversaciones a voz en cuello, a veces, de los basureros. Las voces de madrugada de los borrachos y las risotadas histéricas de los que salen tarde del irlandés que hay al otro lado del descampado. Los ladridos de malditos perros y los gritos de no sus no menos malditos años. Los dominicanos que te aparcan casi bajo la ventana, a las cinco de la madrugada, con las puertas del coche de par en par y la música salsa sonando a todo volumen, que te despiertan. Y a mí, encima, no me gusta la música salsa…

            Dicen que no siempre llueve a gusto de todos. Añado que no siempre «no llueve» a gusto de todos. Porque todos esos que he mencionado comparten una característica. Comenten sus fechorías decibélicas bien entrada la noche, y le sacan a uno del sueño, o de los sueños. Así que lástima que, en pleno desmán sonoro, no descargue una buena granizada –o mejor pedrisco, que es granizo pero más gordo- y les alcance en plena cabeza y en el descampado, donde no hay donde resguardarse. No pido que les cause daños serios, desde luego. Sólo que les descalabre, como escarmiento. Aunque dudo que así aprendan. Los burros aprenden a palos, dicen. Algunos humanos ni con esas.

Silencios cómodos

En contra de mi costumbre, me detuve en el sitio de siempre a tomar una copa. Contrario a la costumbre no es el detenerse, que lo hago a menudo, sino tomarme la copa tan pronto. Pero eso no viene al caso.

Al caso viene que estaba sorbiendo la ginebra con tónica y, de repente, mi vi contemplando a una pareja sentada en una de las mesas. Eran más jóvenes que yo, supongo que andarían mediando la treintena, aunque soy malo calculando edades. Ella rubia, no sé si decir guapa, pero sí interesante, al menos según mi criterio. Él del montón, con un poco de barriguita y gafas. Ya sé que reparo más en ella que en él, pero soy hombre y los hombres solemos despachar la descripción de nuestro género con un par de capotazos.

La cuestión es que esos dos estaban callados. No cruzaban palabra. Pero, al revés que muchas parejas que uno ve en esa situación, no parecía deberse a agotamiento de temas de conversación. Se les veía cómodos. Era una situación natural. Y tuve la sensación de que era una de esas raras parejas que están tan compenetradas, tienen tal grado de naturalidad, que pueden tener que hablar o no, sin que eso signifique ninguna incomodidad. Que eran capaces de compartir, incluso, el silencio. Y eso es algo muy raro.

Tan raro, tan escaso, tan valioso eso de compartir el silencio en pareja que no pude por menos que sentir envidia. Envidia no sana, porque la envidia nunca es sana, pese a lo que digan. Pero se me puede perdonar, porque fue un momento y porque es comprensible. ¿No?

Aguacero nocturno

Anoche, de madrugada, me despertó la lluvia. Fue el rugido del agua, porque caía en tromba, tal como suele suceder con estas tormentas de verano. Había estado todo el día pesado, plomizo, de un calor insoportable. Cuando abrí los ojos, había refrescado mucho de repente, olía a tierra mojada, la lluvia caía en aguacero y las cortinas ondeaban en un viento que acababa de levantarse. Precisamente ayer mismo coloqué esas cortinas, son nuevas, blancas, traslúcidas como gasas, de forma que se agitaban en la medio oscuridad de la habitación como banderas fantasmas.

Me fui a la ventana, me quedé apoyado en el alféizar, mirando llover. El chaparrón barría en cortinas de agua el descampado frente a mi casa, y los coches relucían mojados. Grandes gotas me salpicaban las manos. Me quedé allí un rato, mirando, sin pensar en nada. Luego me volví a la cama. Había refrescado tanto que se estaba agradable. Debí dormirme en seguida. O eso supongo. Al menos, ya no recuerdo más nada.

De madrugada, a medialuz

Anoche quedamos a tomar una copa. No pasas buena época, se acumulan los problemas y las incertidumbres, y me hablabas de todo ello, entre vasos y pitillos. Mientras me lo contabas, me fijé en cómo se te formaban un par de arrugas en la frente. No dije ni palabra al respecto, porque soy así de imbécil; pero, mirándolas, me parecieron muy hermosas. Me sorprendió a mi mismo que así fuese, pero juro que es como lo cuento. Tal vez lo que ocurre es que es necesario que el tiempo le haga rodar un poco a uno, para que pueda apreciar ciertos detalles.

Un dragón en la terraza

La otra noche, me llevé un gran sobresalto al entrar en la terraza de la cocina, creo que a tirar algo al cubo de la basura. La terraza es acristalada y, por simple vagancia, yo no había encendido la luz, de forma que estaba en la penumbra de la luz de la cocina. Y, en esa penumbra, de repente vi con el rabillo del ojo que algo grande se movía en una esquina, cerca de la lavadora. Y en seguida matizo grande: no algo desmesuradamente grande, pero sí bastante más de lo que uno espera a lo mejor toparse en la terraza. Lo bastante como para darme un susto por eso, por lo inesperado.

            Volví la cabeza a tiempo de ver qué era. Una salamanquesa, obviamente más asustada que yo, que se coló culebreando bajo la lavadora y desapareció de vista. Pero es que era una salamanquesa realmente grande, tanto como una mano abierta. No está mal. Pasado el sobresalto y la perplejidad, no hice nada. No, nada. Voy a dejarla estar ahí, si quiere quedarse, aunque espero que no se muera de sed o hambre, y que si permanece lo haga por capricho, y no por haber quedado atrapada y no ser capaz de encontrar el camino hacia los cristales superiores, que forman persiana y siempre están entreabiertos.

            Sé que hay gente a la que le espantan los reptiles. Aunque, ¿las salamanquesas son reptiles o anfibios? En todo caso, a mí no. Me resultan inofensivas y asustadizas, y bien puedo dejar que formen parte de ecosistema de mi casa. Además, quizá, con lo grande que era, puede guardar el piso de la visita de otras bestezuelas más asquerosas e indeseadas. Mi piso da a un gran descampado polvoriento y nunca está uno a salvo, en estos veranos de calor, de que se le cuele alguna cucaracha. Supongo que una salamanquesa puede dar buena cuenta de ellas, si eso sucede. Aunque, ¿las salamanquesas son carnívoras o herbívoras?

            Lo del dragón puede ser exagerado. Pero pensemos por un momento qué aspecto tendría si midiese cinco o seis metros, con ese aspecto reptiliano, esa cabezota y las patas terminadas en dedos con ventosas. Imponente, sin duda. Así que el asunto no es cuestión de planta, sino de tamaño. Y, como he dicho, cuento con ella, ya que se ha colado, para que guarde la casa de insectos. Que nunca viene de más un dragón guardián.

Un viejo sonido

Regresaba a casa días atrás, alrededor de las diez y algo de la noche. El barrio en el que ahora vivo –o más en el que ahora he vuelto, ya que viví en él cuando tenía alrededor de diez años, hace ya un montón de tiempo-, es uno de bloques de cuatro alturas. Aquí, no hay tanto aire acondicionado como en otros barrios. Basta con mirar alrededor y contar los aparatos colocados en el exterior, sobre palometas, para darse cuenta de eso.

            Este año, como el verano parece habernos caído encima casi desde mayo, las ventanas están abiertas, para que corra un poco el aire, precisamente por esa falta de aire acondicionado. Así es como se hacía en todo Madrid hace no tanto. El caso es que, como he dicho, volvía a casa ya de noche, pasadas las diez, y, de repente, al entrar en el barrio, me vi envuelto en un sonido que me mandó de cabeza a años atrás; un sonido ya olvidado.

            Como las ventanas estaban abiertas, a esa hora, desde un montón de casas, me llegaba el entrechocar de vajillas y cubiertos. La gente estaba poniendo la mesa, o ya cenando, o incluso algunos recogiendo. Y de todos esos comedores surgía ese sonido tan particular, que era tan cotidiano en otro tiempo, y que ya ha ido desapareciendo, porque cada vez las ventanas están menos abiertas. Me paré a escuchar, y también a mirar. Se veía a algunas personas apoyadas en los alfeizares, intentando captar, como velas, algún soplo de aire, y ese parpadeo azulado que es el reflejo del de los televisores. Se escuchaba el sonido de esas mismas teles, y también el de conversaciones. Pero, sobre todo, ese que he dicho, el resonar de platos y vasos entre ellos y con las cucharas y tenedores.

            La banda sonora de los antiguos bloques de vecinos con las ventanas abiertas.

Anillos de oro

Durante cierto tiempo, llevé un anillo de oro en el pulgar de la mano derecha. Era la alianza de mi abuelo materno, que murió con 98 años. Él, como es lógico, lucía ese anillo en el anular de la izquierda, así que imaginen que manazas tenía. Esa alianza de oro tiene toda una historia detrás. La adquirió mi abuelo allá por 1920, cuando, por quintas, le tocó ir a la guerra de África. Así que mi abuelo compró una alianza de oro a un buhonero, como prenda para casarse con mi abuela cuando volviese de la guerra, si es que volvía. Su pueblo no era lo suficientemente grande como para tener una joyería y el anillo no era tampoco de oro, oro. Es un núcleo de algún otro metal, con revestimiento de oro; y digo revestimiento y no simple baño, eso seguro. Le costó un duro de los de entonces y supongo que era lo máximo que se podía permitir un joven campesino de la época.

            Esa es parte de la historia de esa alianza. Cuando enterramos a mi abuelo, el anillo quedó por casa y, como a mí me gustaba la historia y era una reliquia familiar, opté por llevarlo encima. Me lo puse en el dedo en el que encajaba sin quedar holgado; o sea, el pulgar. Años después, me lo quité y lo dejé guardado. Estos días he tratado de recordar por qué me lo quité y creo que fue porque hice un viaje a Argentina y no quise llevarlo conmigo, por si lo perdía o pasaba algo. Después de todo, no deja de ser un recuerdo de familia. A la vuelta, ya no lo devolví al pulgar.

            Lo hice tiempo después y por motivos bien distintos. Lo usé para lo que se usan los anillos cuando no son simples adornos: como símbolo y recordatorio. De qué, no voy a contarlo. El caso es que ha estado en mi pulgar cerca de nueve meses pero, cosa curiosa, de repente ha perdido parte del revestimiento de oro en la parte interior. Estuvo en las manos de un hombre que siempre se dedicó al trabajo físico, durante más de tres cuartos de siglo, y luego en las mías, y justo comenzó a dar señales de deterioro cuando lo empleé para simbolizar algo propio.

            En algunas cosas, soy un poco supersticioso. ¿Y si fuera un signo? Después de todo, los anillos de oro, máxime si son alianzas, significan siempre algo. Y ese anillo representaba la relación de mi abuelo con mi abuela, y quizá no sea bueno emplearlo para señalar ninguna otra cosa. Cada anillo de oro ha de representar aquello para lo que fue elegido y nada más. Así que he vuelto a guardar la alianza de mi abuelo y en su lugar he comprado un anillo de oro, uno nuevo, propio, y me lo he colocado también en otro dedo; en el meñique derecho, justamente. Ahí se quedará, significando algo muy personal e intransferible.

            No tengo hijos, pero tal vez ese anillo lo herede alguien. Si es así, puede que le diga lo que significa o puede que no. En todo caso, ya le dejaré advertido que puede usarlo como adorno o como recuerdo, pero no para simbolizar nada, porque ese anillo ya simboliza algo. Y no se pueden acumular varios significados, sobre todo de varias personas, en un mismo anillo de oro.

¡Siga a esa moto!

Ayer, hacia las dos de la tarde, había yo bajado del autobús en la calle Serrano y subía por Ortega y Gasset, buscando un restaurante en el que había quedado con unos amigos, cuando de una de las bocacalles salió con estruendo una moto. Iban dos subidos en ella, con los cascos puestos. Resultaron ser algo más que un par de macarras amigos de hacer ruido con la moto.

            Yo iba pensando en mis cosas pero, de repente, me hicieron volver la cabeza unos gritos destemplados. Los de la moto acababan de arrebatar algo a un tipo trajeado, de entre treinta y cuarenta, algo sobrado de kilos. Les perseguía maldiciéndoles pero, claro, no pudo atraparles. No sé qué le habían quitado, puede que un maletín. Cuando acerté a mirar, alertado por las voces, no pude ver muy bien entre los coches.

            Lo fenomenal vino después. El robado había echado mano al móvil, sin duda para llamar a la policía, y los de la moto ya iban Ortega y Gasset abajo. De repente, la víctima, se fijó en que había otro tipo sobre otra moto y, sin pensárselo dos veces, saltó a la parte de atrás y le dijo algo al motorista. Éste se volvió estupefacto pero luego asintió y los dos salieron a escape, en persecución de la moto de los ladrones. En seguida se perdieron todos de vista.

            Supongo que no intentarían nada tan dramático como tratar de alcanzar y reducir a los ladrones. Dramático, peligroso y de resultado incierto. La gente normal no suele ir armada por la calle; los ladrones muchas veces sí, y cada vez más. Pero con perseguirles e ir radiando a la policía por dónde iban, a través del móvil, no me cabe duda de que debieron acabar por coger a los asaltantes. A no ser que estos, con las prisas, se estampasen contra el lateral de un autobús, algo que en Madrid ocurre con relativa frecuencia a los moteros demasiado acelerados. Ese, sin duda, sería un final lamentable para esta historia, puesto que habría que repintar el lateral del autobús y, como todo el mundo sabe, el uso de pinturas y aerosoles daña el ya de por sí muy dañado ecosistema. Y no queremos castigar más de lo necesario a nuestro pobre planeta, ¿no es cierto?