Una pequeña historia, en parte deducida.

El teléfono que tengo en casa, desde hace menos de un mes, estaba anteriormente asignado a otro usuario. Eso es algo muy normal, desde luego. Pero parece que Telefónica no se ha molestado en comprobar el estado de los servicios de ese número en particular. Primero me encontré con que no podía llamar ni a móviles ni al extranjero, porque el anterior usuario había bloqueado tales posibilidades, y tuve que recurrir a averías para que me lo desbloqueasen. Eso fue hace un par de semanas, creo; pero no es nada comparado con lo que me he encontrado hoy.

            Hoy se me ha ocurrido comprobar si tenía algún mensaje en el contestador automático y, para mi perplejidad, he descubierto que tenía nada menos que diez. El misterio ha quedado aclarado al escuchar el primero. Eran mensajes del anterior usuario; una usuaria por lo que he podido colegir. He comenzado a borrarlos según iban saliendo. Pero, para borrar, el mensaje debe comenzar a emitirse, y ahí había toda una historia.

            De esos diez mensajes desde el cinco hacia el final, eran todos de amigos y parientes que habían tratado de localizar a la dueña del teléfono. Mensajes del tipo: «oye, ¿que es de tu vida?» «Llámame cuando puedas», cosas así. Ni los acentos, ni los nombres que se usaban, eran españoles. Todos los mensajes hacia el final eran así excepto el último. El último era la voz de una mujer, con acento español, que informaba de que llamaba desde el servicio de urgencias de un hospital de Madrid. Decía que era un mensaje para la familia de la señorita Jessica Vanesa (me lo he inventado, no voy a dar el real, pero era un nombre de esos compuestos que no se estilan aquí y sí en algunos países sudamericanos), que ésta había sufrido un accidente y se encontraba ingresada en esas urgencias. Y que podían personarse en el hospital o contactar con el servicio a través del número…

            No he oído más. Lo he borrado. El mensaje era de mediados de abril y, dado que a mi me pusieron el teléfono en la primera mitad de mayo, me temo que la pobre usuaria de el que ahora es mi número no salió del trance. Ahí hay toda una historia, desde luego, aunque claro, parte son suposiciones. Desde luego, Telefónica haría bien en limpiar los números que se dan de baja, para que no haya bloqueos y mensajes que no debieran oír otros que los destinatarios. Y aún tienen suerte. Imaginen que yo fuese supersticioso y que, en vista del final que tuvo la anterior dueña, exigiese que me dieran otro número.

            Soy supersticioso. Pero supersticiones de ese tipo no tengo, por fortuna. Pero vaya historia, ¿no?

Más lagartijas

El otro día hablaba de lagartijas y, precisamente, tengo una en mi llavero, o algo que se le parece mucho. Está tallada –calada más bien, aunque no sé si ese es el término- en un pedazo de madera con forma de lágrima. La compré en la Patagonia, en un lugar llamado El Calafate, que es la puerta al turismo en esa zona de Argentina.

            El caso es que no sé que pasa, que ya van tres veces que la anilla de esa lagartija calada en madera se me suelta y la pieza cae y se pierde. Por fortuna, en las tres ocasiones me he dado cuenta y la he podido recuperar. La última vez fue la otra noche y tuve que andar tanteando en la oscuridad, bajo un coche, hasta dar con ella. Esa vez sí que creí que la había perdido.

            ¿Será que la lagartija no quiere acompañarme? ¿Qué por alguna razón quiere seguir por su cuenta? Porque vaya empeño en soltarse. Claro que, creer algo así, sería ser animista y atribuir vida a todos los objetos. Y, en todo caso, si así fuera, no puedo complacerla. Esa lagartija calada en madera, comprada en El Calafate, Patagonia, es un anclaje, un recordatorio de algo –o algos- muy especial. Así que no puedo dejarla ir. Tendrá que seguir en mi bolsillo, entrechocando con las llaves de mi casa, recorriendo conmigo distancias que unas veces son cortas y otras muy largas. A no ser que, en una de estas, consiga librarse sin que yo me de cuenta.

Choques culturales

Esta mañana, en el autobús que me llevaba a la feria del libro, en el Retiro, un hombre le ha soltado dos guantazos a un hijo suyo. El tipo, un emigrante negro, iba con dos críos de corta edad y no sé por qué le ha atizado, porque todo ha ocurrido a los pocos segundos de subir yo al autobús, casi mientras este arrancaba de mi parada.

            Han sido dos buenas bofetadas, nada testimonial, y se ha armado. Una pasajera cercana ha tratado de decirle, con buenas palabras, que eso no se puede hacer en España, y menos en público. Pero el conductor del bus, que lo ha visto todo por el retrovisor, ha frenado el vehículo, ha salido del asiento y se ha ido hacia el otro, hecho una furia. Se ha puesto a gritar que de pegar a los críos nada, y que como volviera a levantar la mano al crío, llamaba a la policía. El tipo, que de español andaba más que justo, se ha quedado literalmente acojonado –podría usar otra palabra, pero la definición es esa, acojonado-. Algún pasajero ha tratado de atemperar un poquito, otros se han lanzado a clamar… el resultado ha sido que, al final, unos se han enzarzado con otros, mientras el negro optaba por arrugarse en su asiento, con un crío llorando a su lado y el otro sobre el regazo.

            En casos así, si lo que uno diga no sirve para mejorar las cosas, y puede que –haga lo que haga- las empeore, lo mejor que puede hacer entonces es mantener la boca cerrada. Y eso he hecho, estar callado mientras algunas señoras mayores discutían de forma encendida entre ellas.

            En esos casos, uno no sabe muy bien que pensar, ni qué hacer. Los que lo tienen más fácil son los fanáticos de bolsillo, los sacralizadores de la norma, los discutidores y, por supuesto, los adictos al linchamiento. Cuando yo era pequeño, se repartían bofetadas a los chavales y nadie lo veía monstruoso. De hecho, se quitó en el colegio, al menos el mío, cuando yo tenía diez años. No se hizo porque se considerase un mal método educativo, sino por los fallos de seguridad. Siempre había algún psicópata metido a docente que se explayaba sacudiendo a sus alumnos.

            No soy relativista cultural, al menos no en algunos sentidos muy al uso hoy en día. Este país tiene sus costumbres y sus normas, y aquel que no le gusten, o no quiera acatarlas, ya sabe dónde está la puerta. Pero las normas son eso, normas y no leyes sagradas. Aparte, siempre me han inspirado antipatía los sucedáneos y variantes de los linchamientos. No es simpatía por el débil (débil significa ser el menos fuerte, pero a veces el menos fuerte puede ser también el más malo; nunca he cometido el error de confundir las cosas en ese terreno), sino que siento aversión por las cazas de brujas y ese ensañamiento colectivo con el que trasgrede algo.

            Este país, o al menos Madrid y algunos otros lugares, se han llenado de emigrantes y, desde luego, estamos condenados a paradojas culturales que tenemos que resolver. No por «encuentro de culturas», porque ya tenemos aquí una, la de los indígenas; es decir, nosotros. Pero la misma existencia de tanta población, alguna de ella bastante alejada de nuestras pautas culturales, nos lleva a plantearnos qué hacer en ciertos casos. Aquel tipo del autobús, sin duda, no creía estar haciendo nada malo al soltarle dos tortazos a un niño demasiado pesado, como no lo hubiera creído un español de los años sesenta. No le puedes dejar, claro, pero tampoco le vas a colgar por ello.

            Estas cosas son un dolor de cabeza, sin duda. Me alegro, en todo caso, que el incidente del bus no fuese a más. No me hubiera gustado que hubiesen llamado a la policía y que aquel pobre pringado (de nuevo uso una palabra que define mejor que otras muchas más cultas) hubiese acabado en el cuartelillo de los municipales y, en último término exhibido en unos medios hipócritas como maltratador, cuando lo único que era es ignorante.

Un fin de jornada

Anoche llegué a casa bien pasadas las once. Después de días de mucho ajetreo, de ir y venir, y de quedar con unos y con otros, pude hacer por fin algo sencillo. Cenar un bocado, de entre lo poco que tengo en la nevera. Luego sentarme en el sillón y poner la tele, y elegir de entre todo lo que daban la película más tonta y con más tiros. Por último, meterme en la cama y leer hasta sentir que el sueño me puede, entonces apartar el libro, apagar la luz y dormir sin poner el despertador.

            Hay quien puede pensar que es algo muy limitado; sin duda lo es. Y debe ser alienante hacerlo un día tras otro, siete días a la semana. Pero eso no es algo que me ocurre a mí. Al revés, poder hacerlo aunque sea muy de vez en cuando; hacer cosas que hace la gente normalmente, se ha convertido en una especie de placer extraño. Y es que lo pequeño y banal no tiene por qué ser malo, sino todo lo contrario.

            En pequeñas dosis, claro.

Huacos

Cosas de las mudanzas, el otro día, cuando estaba colocando un grupo de figuras de barro, una de ellas se me fue al suelo desde algo más de dos metros de altura y, claro, se hizo mil pedazos. Tenía yo cierta estima al trasto, porque era uno de un grupo de pequeños recipientes de barro –huacos, les llaman-, de cerámica negra precolombina. Lo de precolombina es un decir, no hay que alarmarse: ni se ha perdido ningún bien arqueológico ni yo tengo vocación de saqueador de tumbas. Son imitaciones baratas. Las compré en el Mercado Indio de Guayaquil allá por el año 90, me costaron cada una un dólar y medio, y seguro que podría haberlas sacado mucho más baratas; pero, entre las mil y una cosas para las que carezco absolutamente de talento, está el arte de regatear.

            Ya decía en otra entrada que no tengo muchas cosas –mis libros, mi ropa, mis papeles y unos cuantos cachivaches-. Estos huacos –ahora ya con uno menos en la familia-, me son queridos porque al fin y al cabo son recuerdo de otra época, de cuando yo navegaba y, de vez en cuando, tocaba algún lugar alejado con tiempo suficiente como para echar unas horas en tierra. En aquel viaje, nos sorprendió un temporal fenomenal saliendo del Caribe. Hay una película, llamada La tormenta perfecta, que trata sobre un temporal tremendo. Bueno, pues fue el mismo, solo que a nosotros nos sacudió más al sur. Allí se me rompieron tres o cuatro de aquellos huacos que compré en Guayaquil. El resto han estado conmigo más de diez años, seguros todo ese tiempo en una librería de obra, incólumes a pesar de los gatos que todo este tiempo han danzado por mi casa.

            Ahora, ha llegado una mudanza y ha descontado uno más, de los que sobrevivieron a esa tormenta.

Las pequeñas muertes

He vuelto tras cierto tiempo a la bitácora. Ese alejamiento no ha sido elección mía, sino que he estado bastante ocupado con una mudanza y una operación menor.

            Hoy estaba sentado donde podía, tratando de poner orden en la balumba de propiedades metidas en cajas y he topado con las fotos. Las había sacado a puñados de un cajón y metido en una caja, y hoy me llegó el momento de darles sitio en la nueva casa. Lo de «puñados» es una hipérbole. No deben llegar al centenar. Nunca he sido muy fotero y, como decía en otra entrada, tampoco cargo con tantas cosas. Y, tras esta mudanza con menos.

            El caso es que me he puesto a discriminar y tal vez un tercio de las fotos han acabado rotas en pedacitos pequeños y en la basura. He liquidado de un plumazo parte de mi pasado. Eran fotos con amigos que ya han dejado de serlo o con parejas del momento que ya, cuando les miraba a la cara reflejada en la fotografía, no me decían nada. Todo roto y a la basura. Ya no habrá posibilidad de que nadie demasiado curioso exhume mi pasado por ahí, o que un heredero intrigado, sosteniendo una instantánea, se pregunte en un futuro quien fue aquella chica que aparecía conmigo en una terraza, tomando una caña, qué ciudad sería y qué habríamos significado el uno para el otro en su momento. Todo eso ha ido al contenedor de reciclado de papel.

            Esa es una de las pequeñas muertes a las que aludía tiene que ver con mi operación. Me han comentado que no todo el mundo reacciona igual a la anestesia. No lo sé. Pero lo que a mí me ocurre es que las luces se apagan. Plof. Lo siguiente que sé es que estoy saliendo penosamente de la anestesia. Ésta me llega de golpe y no es ni negra, es un vacío absoluto, una ausencia, la nada. Dicen que el sueño es el hermano pequeño de la Muerte. Es mentira, para mí la anestesia lo es. La muerte tal como la concibe el ateismo: la nada absoluta, el no ser. Sólo me han puesto anestesia general dos veces, las dos para el mismo tipo de operación. La primera vez fue a los 19 años y fui a ella sin pensar. Pero debió impresionarme por esa ausencia total. Ahora, cuarto de siglo después he vuelto y me he dado cuenta que sí, que debió impresionarme, porque la contemplaba con cierto respeto, supongo que por esa cualidad que la asocio, la de que por un rato uno se enfrenta a la disolución, la extinción. Y es que, aunque hay días en que uno preferiría que tras la muerte todo fuera así, la nada, el descanso después de la jornada larga, agotadora y polvorienta de la vida, en el fondo muchos, entre los que me incluyo, prefieren que no sea así, y que nos dejen seguir nuestra andadura al otro lado, aunque sea dando tumbos.

¡Dichosos gatos!

Hay gatos sueltos por mi barrio, este que estoy a punto ya de abandonar. Hay gente que les echa de comer y, eso sí, se ocupan de cazar a las gatas y esterilizarlas, para evitar plagas de felinos. Son graciosos, juguetones, egoístas y uno acaba cogiéndoles cierto cariño. Pero también son unos trastos y dan muchos problemas. Escarban por todos lados, si te descuidas se te meten por la ventana, se meten en problemas y, lo peor de todo, como son tan andorreros, no es raro que acabe algún coche atropellándoles a la misma puerta de tu casa, y eso es un disgusto.
         Tengo en esta casa garaje y la puerta del paso de carruajes es una de dos hojas, de barrotes, que se abre con mando a distancia y se cierra al cabo de varios segundos de forma automática. Hace un rato he ido a salir y he visto que la puerta había atrapado a la gata blanca, una de las dos gatas (hermanas) que, desde hará tres o cuatro años, medio se han instalado en mi jardín. El pobre bicho mallaba muy asustado y supongo que de dolor.
         Yo, en vez de ir a buscar la llave o el mando, no he tenido mejor ocurrencia que ir y tirar de la puerta, a ver si cedía un poco y liberaba a la gata. Como no ha cedido, he hecho más fuerza y he soltado por fin al animal… a cambio de desencajar uno de los goznes de la puerta. No es que sea ningún hércules, sino que supongo que cada vez hacen las cosas peor y más endebles.
         La gata ha salido pitando y no la he vuelto a ver, espero que la puerta no la haya reventado por dentro. Yo me he quedado con una puerta rota, en vísperas de mudanza. Y, como siempre, no sé si esto tendrá alguna moraleja, aunque lo cierto es que lo dudo mucho.
 

La vida en cajas

Estoy en plena mudanza de casa y, como suele ocurrir, todo se ha vuelto un caos. Supongo que todo quedará rematado para la semana que viene pero, ahora en el ecuador del traslado, uno no está ni en un lado y en otro. Estoy escribiendo esto rodeado de parte de lo que tengo, todo ya embalado. Me he dado cuenta de que, al menos, yo ando más ligero que otros, y me explico. Tener, lo que se dice tener, tengo mis libros, mi ropa, un par de cajas de papeles personales y otro par de ellas con distintos cachivaches.

            Los libros los he ido acumulando a lo largo de mi vida y, si pudiese, me desharía de las tres cuartas partes, o más. La ropa se va gastando. Los papeles, en su mayor parte, son documentos necesarios; alguna excepción hay, con algunos textos guardados por cariño. En cuanto al resto, hay algunas fotos, joyas personales y menudencias varias. Quizá, si me pusiese, podría tirar o regalar el 90% sin mayor problema. Pero no hay prisa.

            Otros cargan con mucho más. En todo caso, viajes ligero o pesado, imagino que todos sentimos la misma sensación extraña en algún momento de la mudanza. Eso de tener la vida en cajas con que titulaba esto. Ver que todo lo que tienes y representas cabe en un número determinado de embalajes. Y no hablo de tener económicamente. Si un accidente lo destruyera todo, quedaría uno, en ciertos sentidos, tan desnudo como un recién nacido. Supongo que eso para algunos sería una bendición. Y para otros la peor de las maldiciones.

El tesoro de mi sobrino.

Hace algún tiempo, uno de mis sobrinos tuvo la ocurrencia de reunir todo el dinero que le habían regalado por su cumpleaños (una suma bastante considerable para un chaval de doce años) y guardarlo en forma de billetes grandes dentro de un libro gordo. Aguantó en los meses sucesivos la tentación de sacar el dinero, cambiarlo a moneda menuda y gastarlo en chucherías.

El caso es que, cuando quiso por fin emplear el dinero, descubrió desolado que no estaba ahí donde creía. No es que nadie se lo hubiese quitado, sino que la memoria le gastó una de esas trastadas que a veces se guarda, y tenía un falso recuerdo del libro que contenía entre las hojas sus billetes.

Hasta el día de hoy, no ha logrado encontrar el dinero, por más que ha ojeado y hojeado entre los libros. Yo no sé si la cosa tendrá alguna moraleja, algún colofón o apostilla a la fábula de la cigarra y la hormiga, aunque lo dudo. Es un ejemplo más de cómo nos la puede jugar nuestra memoria.

Un cruce algo fatídico

El lunes pasado, atropellaron a un empleado de la limpieza en la plaza que tengo aquí, a pocos metros de mi casa. Eran las seis de la madrugada y el pobre hombre murió. Lo cierto es que esa plaza es bastante favorable a los accidentes de ese tipo, aunque no se hayan producido muchos. Me explico: los coches bajan por López de Hoyos y, algunos, si quieren girar a la izquierda, por la Gran Vía de Hortaleza, lo hacen con los ojos puestos en la derecha, atentos a un posible coche que llegue saliendo del túnel de Costa Rica. Así que girando hacia la izquierda, y mirando a la derecha, es muy fácil llevarse por delante a un peatón que justo en ese momento esté cruzando la Gran Vía.

            No digo que ese fuera el caso del lunes de madrugada. Pero a mí, que en los últimos tiempos tiendo a ir por la calle pensando en mis cosas, cruzando con el semáforo abierto a peatones, por dos veces a estado a punto de aplastarme un idiota que bajaba girando así, más atento a evitar un golpe de chapa que a atropellar a la gente.

            El caso es que, si esto fuese un relato de terror, uno casi podría llegar a pensar que esa zona está un poco sedienta de sangre. En la parte en que Lopez de Hoyos vuelve a subir, pasado ya el cruce, hubo una casa baja hace muchos años, tantos que no creo recordar siquiera cuando estaba en pie, sino simplemente el solar que había dejado tras la demolición. Ahí hubo un pozo, en la parte que fuera el patio de la casa. Estaba cegado cuando yo jugaba con otros chavales del barrio por esos descampados (entonces lo eran). En aquel pozo había muerto un niño, hijo de los propietarios de la casa. Se había caído al pozo y ahogado, una muerte que creo que hace sólo unas décadas era bastante común en España.

            Entonces había mucho campo y la Gran Vía de Hortaleza no era más que una gran franja de terreno arenoso que contorneaba el barrio de casas bajas. Ahora todo está edificado, claro. Tampoco diré dónde estaba con exactitud el pozo de marras. Por la ley de Murphy, seguro que entra en esta bitácora alguien que ahora vive justo encima, y lo mismo es aprensivo, y cada vez que se acueste le da vueltas al tema te tener la cama, en vertical, sobre aquel pozo maldito. Así que lo vamos a dejar aquí y en eso, que la casa estaba por la cuesta aquella.