Sobre libros prestados

Releía lo escrito y caí en la cuenta que, por lo dicho acerca de los personajes del Palacio de la Luna, soy tan vago que ni siquiera soy capaz de irme a la estantería y sacar el libro, para consultar el fragmento en cuestión. No es eso.

            Dicen los argentinos que hay dos clases de idiotas, los que prestan libros y los que los devuelven*. Pues yo diría que eso se puede matizar. Hay unos que prestan libros, y que son los listos, que prestan los peores con la esperanza de que así les libren de ellos sin necesidad de tirarlos. Luego estamos, efectivamente, los idiotas, que prestamos nuestros buenos libros, con lo cual –dado que nos devuelven una fracción- vamos haciendo una selección negativa de nuestra biblioteca, empobreciéndola de aquellos títulos que consideramos los mejores.

            Yo, personalmente, no escarmiento, pero qué le vamos a hacer. Cuando cae en tus manos un libro con el que disfrutas, acabas queriendo que otros los lean y, a la postre, es inevitable acabar prestándolos a los amigos. Así llevo ya, de algún libro, comprado dos y hasta tres ejemplares. No aprenderé. Además, ya es tarde para cambiar.

 

 

* Nota. Lo de que los argentinos dicen eso es porque siempre he oído decirlo así de labios de otros. «Dicen los argentinos que…». Hay media docena de dichos circulando que, por alguna razón, se atribuye a los argentinos, aunque yo no tengo constancia de que sea cierto eso. Tampoco de que sea falso, claro.

Vidas paralelas

Ayer murió Pascual Enguídanos y, antes de ayer, Stanislav Lem.

Lem nació en la ciudad polaca de Lvov, en1921. Enguídanos lo hizo en Liria, Valencia, en 1923. Es de suponer que ninguno tuvo una juventud fácil. Lem vivió la ocupación alemana. A Enguídanos le tocó pasar la postguerra española.

Lem publicó su primera novela en 1951 y, si elegió el tono humorístico y de ciencia-ficción, fue en parte para sortear la censura comunista, ya que, aunque socialistas de convicciones, no comulgaba con las posturas oficiales. Enguidanos comenzó a publicar en 1953, con el pseudónimo de George H. White, su serie estrella, La saga de los Aznar; una saga larguísima de ciento y pico novelas.

Lem está ya considerado como uno de los mejores, sino el mejor, escritor polaco de todos los tiempos. Enguídanos fue un escritor humilde en todos los sentidos de la palabra. Su producción pertenece a lo que ahora se llama pudorosamente pulp español. Y aunque pulp en Estados Unidos designe a la literatura de baja estofa, aquí se usa cada vez más para sustituir al término literatura de a duro, que parece a muchos ahora demasiado peyorativo.

Las novelas de Enguídanos eran imaginativas pero, sin duda alguna, toscas de factura, argumentos y estilo. Se dejaban leer cuando uno tenía cierta edad. Resulta ridículo que haya quienes quieran poner ahora a la Saga de los Aznar por las nubes, como una especie de cumbre de la literatura de cf. Son gratas de leer y punto, si a uno le gustan las aventuras espaciales sin complicaciones; eso no es nada malo.

            Lem alcanzó fama y reconocimiento en vida. A Enguídanos le tributaron una especie de homenaje en una convención de ciencia-ficción en Gijón, allá a mediados de los 90, pero no pudo asistir. Lo recuerdo porque un tipo preguntó por él y cuando alguien le comentó que no había ido a Gijón por haber caído enfermo, rugió un: ¡Lo sabía! Acto seguido se lanzó a farfullar que llevaba años siguiendo a Enguídanos y que siempre que iba a aparecer en un sitio al final quedaban en nada, siempre por alguna excusa… porque Enguídanos, según el tipo aquí, era un extraterrestre. Recuerdo que sentí un escalofrío y que pensé que reuniones como esas –donde tampoco es tan difícil toparse con tipos con el cerebro hecho puré- debieran contar con guardias de seguridad.

            Además, aquel tipo tenebroso se equivocaba. Otra convención de ciencia-ficción celebrada en Madrid, en 1978, creo –mi memoria es bastante mala en cuanto a datos concretos-, le dio otro homenaje y Enguídanos sí asistió. Yo estaba allí y lo vi. El hombre estaba más que agradecido por el reconocimiento y creo recordar que no se las daba de nada.

            Lem debió ganar mucho dinero con sus novelas. De Enguídanos me contaron que su mujer, a veces, en ciertas épocas, estaba esperando que le pagasen la última novela entregada para poder ir al mercado y comprar algo. Me contaron… no sé si será verdad.

            Lem tenía una imaginación prodigiosa. Enguídanos también. Las novelas de uno y otro están llenas de artefactos maravillosos, razas increíbles, lances y sucesos. En eso estaban empatados. A la muerte de Lem habrán dedicado espacio, supongo, los medios de todo el mundo, porque había logrado reconocimiento literario. Enguídanos se habrá tenido que conformar con unas líneas en algunos medios nacionales y locales y, todo lo más, con alguna necrológica. Es por eso que a él le he dedicado más espacio en este comentario, porque supongo que Lem pasará a la historia de la literatura y Enguídanos encontrará algún huequito en alguna enciclopedia de la ciencia-ficción. Que tampoco es poco.

Vida

Algunos alquimistas medievales practicaban el arte de la palingenesia; es decir, de intentar sacar vida a partir de las cenizas. Es una ciencia vana. Nada excepto la propia fuerza de la vida puede sacar vida de las cenizas. Cuando algo ha quedado reducido a cenizas, no cabe hacer nada sino esperar, a que se cumpla su tiempo y la fuerza de la vida decida obrar.

Las mañanas grises

Madrid, a primera hora de la mañana, cuando hace frío de invierno, el cielo está cubierto de nubes de plomo y además llueve, se convierte en una ciudad de veras inhóspita. La luz es gris, el tráfico está atascado por todas partes. Y si encima tiene uno que ir a esas horas al hospital, es como si pasase visita a un purgatorio. La entrada misma es ya un hormiguero de gente que se apretuja en las puertas. Hay rostros apagados por todos lados, mala leche, y hasta las luces fluorescentes son más tristes. Supongo que los que trabajan en esos sitios están ya blindados contra ese ambiente y esas horas.

            Hoy había además huelga de metro. El caos de ciudad ha sido inenarrable. Por todas partes veía uno a gente resignada o furiosa, que había tenido que llegar al trabajo andando y bajo la lluvia. Una de las enfermeras que se encargan de extraer sangre para los análisis ha llegado muy tarde. Supongo que ha sido inevitable que tuviese unas palabras con algunos de los que se arremolinaban a la puerta de la cabina, desde hacía más de tres cuartos de hora.

            La cosa ha quedado ahí. Pero, minutos después, el tercero de la lista ha salido blanco de la cabina, apretándose con un algodón la muñeca. Rezongaba que la enfermera le había pinchado en la muñeca para vengarse, que le había hecho un daño tremendo. En realidad eso se llama gasometría, creo, y consisten en extraer sangre arterial, rica en oxígeno. Siempre duele mucho. Eso no lo sabía el hombre aquel, supongo. Y así es como se monta la gente sus pequeñas leyendas urbanas.

Cuaderno de bitácora. Entrada Cero.

Yo, supongo que como mucha gente, he tratado en diversas ocasiones, a lo largo de mi vida, de mantener un diario personal, y siempre he fracasado de forma miserable. Al final, terminaba por abandonarlo, a veces al cabo de sólo unas pocas anotaciones. El fracaso se debía, creo, a la imprecisión en cuanto a las intenciones y el tono narrativo que debía tener tal diario.

            Imagino que, como a mucha gente en mi misma situación, el diario me planteaba incógnitas que nunca llegaba a resolver. ¿Debía ser una recolección de pensamientos privados? ¿El registro de los sucesos que marcaban mi vida personal? ¿Se escribe un diario para uno mismo o para supuestos lectores que repasarán esas páginas cuando ya no estemos? ¿Hay que dejar que las expresiones fluyan o debemos dar un acabado formal al texto?

           Creo que era esa indefinición, el no saber con exactitud en qué terrenos situar el diario, lo que hacía que abandonase la tarea.

            Las bitácoras plantean algunos interrogantes parecidos, aunque no los mismos. De entrada, el hecho de estar en red, bien visible, las convierten en documentos para el público. Y eso obliga, por tanto, a un cuidado formal de las distintas entradas que las forman. Pero,  ¿para qué se escribe una bitácora?

            ¿Para consignar pensamientos, incidentes, como vehículo de vanidad personal, para dar fe de las opiniones de uno sobre distintos temas…? Si uno navega por el universo de las bitácoras, verá que todo eso está presente, junto con mil motivos más posibles. De hecho, parafraseando al refrán, hay veces que ciertas bitácoras son espejo muy nítido del alma de quien las mantiene.

            Así que, puestos a elegir, esta bitácora en concreto ha de ser un cajón de sastre en el que tendrán su sitio los temas más dispares. No un registro exhaustivo de nada y sí una balumba de anotaciones. El nombre de cuaderno de bitácora es, en cierto modo, de lo más apropiado para estas herramientas; sobre todo si lo que uno pretende es dejar por escrito las singladuras que realiza, a merced de los vientos y las corrientes de la vida, así como los monstruos y los prodigios, las islas y los espejismos, y ese sin fin de pequeños detalles que se va encontrando a lo largo de su periplo.