Rios, viajes, personas

En algo menos de un mes, me iré de viaje por casi cuarenta días a Argentina. Vuelvo, exactamente, dos años después de ir la primera vez. Va a ser un viaje muy distinto, ya que esta vez viajo para revisitar lugares que conocí, conocer otros nuevos que se quedaron en el tintero y encontrarme con los amigos que hice allí. Por qué fui la primera vez, es otra historia.

Un viaje muy distinto. Y también yo soy un hombre muy distinto, por muchos motivos, al que se fue en aquel entonces, aunque haga tan poco de ello. Pero el tiempo podrá ser lineal, pero no pasa a velocidad uniforme.

Decía algún sabio que nunca verás pasar dos veces el mismo río. Tampoco harás dos veces el mismo viaje; porque el viaje nunca es el mismo, cierto, pero también porque tú tampoco serás nunca la misma persona que viajó por primera vez.

Una mala comunicación II

Esta historia ocurrió en uno de los barcos en los que estuve, palabra.

Comenzó una mañana, navegando frente a la costa de África del norte, en la cámara de oficiales, a la hora de la comida. El jefe de máquinas apareció tarde, como era su costumbre, vestido con el mono, tan sucio como también de costumbre, algo que el capitán le permitía, no porque fuese especialmente bueno en su oficio o entrañable, sino porque llevaban los dos mucho tiempo navegando juntos. Según se sentó, a partir el pan con sus manazas llenas de grasa, el primer oficial, que debía tener mala resaca, le espetó sin más.

-Oye, para qué diablos necesita el mecánico esos dos bidones de la popa, los de las válvulas. –Se refería a dos bidones de aceite, vacíos y privados de tapa, en el que los mecánicos de abordo iban echando las válvulas de la máquina viejas y ya inservible, simplemente, supongo, por seguir esa costumbre de los barcos, de guardar todo lo inútil.

-Que yo sepa, para nada –respondió aquel cochino, con el hocico ya metido en el plato.

-Entonces, –Y el primer oficial se volvió al capitán-, hay que decirles a los reparadores que los tiren al mar. Lo único que hacen es estorbar.

Y el capitán, que prefería no buscarse problemas, no le contradijo y, de hecho, se fue a buscar al jefe de los reparadores. Estos eran casi una veintena de currantes, embarcados para todo el viaje, para hacer chapuzas en aquel petrolero, que era más viejo que la tana y debiera estar pensando en el desguace. Le dijo:

-Mande unos hombres a popa, y me tira los bidones que hay ahí. Que molestan.

No mucho después, un servidor, que entraba de guardia, mientras dábamos el relevo, tuvo la ocurrencia de salir al alerón. Me apoyé, a respirar un poco de aire marino, porque era un día agradable y, al volver los ojos a popa, vi atónito como una marabunta de reparadores, con sus buzos mugrientos, estaban tirando bidones como desesperados al mar.

Resulta que a popa, además de los dos bidones, que estaban amarrados a la borda, había 50 bidones de aceite de reserva, para la máquina, de 250 litros cada uno, estos amarrados a la toldilla. ¿Qué pasó? Que los reparadores, ignorando los dos bidones llenos de hierro inservible, estaban desamarrando los bidones de aceite y fondeándolos (lanzándolos al mar).

Entré a toda prisa en el puente. Ahí estaba el segundo oficial, repasando sus anotaciones. Le dije.

-¡Los reparadores están fondeando los bidones de popa!

Y el segundo oficial, que había estado presente en esa comida, pensando que yo me refería a los dos de las válvulas rotas, sin levantar la nariz del cuaderno de bitácora, respondió de pasada.

-Sí. Se lo ha mandado el capitán.

Yo me quedé boquiabierto. Pero bueno, había visto cosas muy raras en aquel barco tartanoso y desquiciado. Así que, tras unos segundos musité.

-Bueno, si lo manda el capitán… él sabrá lo que hace.

Y me desentendí del asunto para enfrascarme en la guardia. Así, unos por otros, por problemas de comunicación, por creer que nos habíamos entendido, se fueron al mar 1250 litros de aceite para la máquina. Una fortuna. 50 bidones enormes flotando. Un peligro para la navegación. Y un delito según las leyes. El jaleo que se armó cuando se descubrió el pastel fue bueno, y hubo apuros y gritos durante semanas.

Pero eso ya es otra historia.

Una mala comunicación

Hará tres o cuatro años leí en el periódico que un hombre con el que navegué en tiempos, se había ahogado. Era tripulante de un pesquero pequeñito que naufragó en las costas gallegas, supongo que mientras se dedicaban a la bajura. El caso es que este hombre y yo coincidimos en un petrolero allá a comienzos de los 90.

            Entonces, él era bombero –lo que en la marina significa que se encarga de las bombas para el trasiego de petróleo, y no del apagado de incendios, como en tierra- y lo que voy a contar sucedió mientras cargábamos junto a una de las plataformas de Abú Dabi, en el Pérsico. Alguna de las alarmas debió saltar, porque el capitán me envió con un bombero, este hombre, al cuarto de bombas, a comprobar que todo estaba bien. Eran ya horas altas de la noche, y llevábamos un montón de horas en pie, con los mil problemas que dan esas operaciones en barcos muy grandes y demasiado viejos.

            Los cuartos de bombas están, para entendernos, en lo más hondo de pozos que corren de arriba abajo toda la altura de los petroleros. Hay que bajar por tramos y tramos de escaleras, hasta llegar ahí abajo. Cuando lo hicimos, fue para encontrarnos con que en una de las tuberías, de puro vieja, se había abierto un poro; es decir, un pequeño agujero por donde escapaba el petróleo. Yo, que era el oficial, llamé al puente para informar y me dijeron que iban a ordenar a la sala de máquinas que parasen esa bomba. También nos pidieron que nos quedásemos a comprobar que se detenía la fuga.

            Así lo hicimos. El problema fue que comenzaron a pasar minutos, el petróleo se seguía escapando, el poro se hacía cada vez más grande, y allí no se detenía nada. Llamé una vez al puente y me dijeron que iban a insistirle al maquinista de guardia. Y sí, pero nada. Así que, con cada vez más petróleo allí abajo, el bombero y yo nos miramos una vez y, sin cambiar palabra, salimos los dos corriendo, escaleras arriba.

            El problema de esas fugas de petróleo es que parte se convierte en gases. Y esos gases no huelen pero matan. Dicen los que han visto morir a hombres por culpa de escapes parecidos que no los notan, que de repente se caen redondos, como pajaritos en las minas con grisú. A mi no me parece una muerte envidiable. Así que fue una carrera realmente horrible, con la lengua fuera, subiendo tramo tras tramo de escalera, con la idea de que, en un momento dado se podía apagar todo, para siempre.

            Llegamos arriba ahogados, empapados en sudor, y mira que se suda en el Pérsico. Luego pedí explicaciones de qué había pasado. Por lo visto, los del puente habían olvidado decir que había que parar la bomba de inmediato, porque había una fuga, y hombres allá abajo. Y el maquinista, que estaba a diez cosas y al que los mandos de las bombas le pillaban algo retirados en aquel momento, decidió por su cuenta y riesgo que ya la pararía… cuando tuviese tiempo. En fin, son cosas que pasan. Al día siguiente coincidí con él en la comida y no le dije nada. ¿Para qué?

            El caso es que cuando llegamos arriba el bombero y yo, y salimos a cubierta, a respirar ese aire recalentado, lleno de olores salinos y hedor a combustible, que es tan típico de las cargas en el Pérsico, nos quedamos un buen rato junto a la borda, jadeando. Recuerdo perfectamente que me dijo entonces, casi sin resuello.

            -Esto es demasiado para mí. Lo llevo pensando y, en cuanto pueda, dejo esto. Voy a contenerme un poco, a ahorrar algo y a hablar con amigos, a ver si me buscan algo en la pesca. Será mejor que esto, y encima podré estar más con la mujer y los chicos.

            Luego yo me desembarqué y no volví a saber nada de él hasta que leí su nombre y dos apellidos en la noticia del periódico. Así que supongo que logró dejar la mercante y conseguiría un puesto de marinero o mecánico –ahí no lo decía- en cualquier pesquero, que él consideraba más seguro.

            Ya ven cómo son las cosas.

Lagartijas y descampados

El otro día bajaba por una calle cercana y me di cuenta de que había dos crías paradas junto a una valla, observando algo embobadas. Eran la una y media pasadas, y la calle estaba llena de chavales cargados con mochilas, así que aquellas dos debían haber salido, como los demás, del colegio, y estar camino de casa. Al acercarme, no pude evitar mirar con disimulo, tratando de averiguar qué las había hecho detenerse.

            Se trataba de una lagartija.

            Supongo que tenían motivos para haberse detenido. Hace ya años que las lagartijas desaparecieron de este barrio. Pero es que hace años que los edificios han devorado, primero campos y luego descampados, hasta no dejar en abierto más que unos cuantos jardines. No siempre fue así. Nada fue siempre como es. Cuando yo tenía la edad de aquellas dos niñas, la ciudad acababa prácticamente ahí. Más allá de donde estaban esos edificios, se abrían descampados que llegaban hasta la vía del tren y, más allá, si te dabas el paseo y cruzabas por el túnel bajo las vías, campos trigueros.

            En esa época, mis amigos y yo cazábamos multitud de lagartijas; incluso una vez atrapamos a un lagarto, uno grande y verde (ahora eso sería delito). También había murciélagos; multitud de ellos, que salían a revolotear en cuanto oscurecía, en pos de los mosquitos. Esos hace también mucho que han desaparecido. Pero eso es otra historia.

            El caso es que al ver aquella lagartija, pegada al muro de la pared, al sol, y las dos niñas que la miraban arrobadas, cuando esos bichos eran tan cotidianos hace no tanto que nadie reparaba en ellos, excepto como molestia, recordé algo. Recordé que, en tiempos, mi madre me contó que la casa en la que nací, en medio del Pinar del Rey (no del barrio, sino del propio pinar), era la única por allí, con la excepción de Villa Rosa, que era una sala de fiestas, muy famosa en los años 50. Luego estaban casas dispersas, entre la Ciudad Lineal y Hortaleza. También contaba que, como era la única casa con teléfono (recuerdo que, hasta que nos mudamos, en 1970, ese número era el 2000001; no es broma), cuando la gente tenía una emergencia, acudía allí a llamar a la puerta, para que le dejasen llamar. Y, fuese la hora que fuese, se les atendía sin un mal gesto. Eran otros tiempos.

            También recordé que mi abuela contaba que, siendo ella joven, un médico para el que trabajaba y al que luego dieron el paseíllo en la guerra (qué bando y por qué lo ignoro; y, total, a estas alturas no sé si importa mucho) decía que, algún día, Madrid llegaría hasta el pueblo (hoy barrio) de Fuencarral. Y que había amigos suyos que se reían de tal afirmación.

            Así que quizá sea bueno que resista la tentación de, a mi vez, contarle a mis sobrinos que, cuando yo era pequeño, el barrio estaba formado por casas bajas más o menos dispersas, y colonias de bloques de poca altura, entre campos y descampados. O tal vez no me resista. Después de todo, quizá sea una pena que, por mi parte, deje perder esa tradición inconsciente de recordar, de pronto y en voz alta, como los límites del mundo inmediato, cuando uno era un niño.

Curas e hidalgos

Hace mucho, mucho tiempo, leí un cuento de ciencia-ficción del doctor Álvarez Villar que contaba más o menos lo que sigue.

 

            Allá por el siglo XVI, cayó en el Atlántico una nave extraterrestre averiada. Acertó a pasar por las inmediaciones un galeón español y sus tripulantes, confundiendo la astronave con algún buque de herejes ingleses, lo abordó. Como la nave iba protegida por un campo de fuerza, todos los tripulantes del galeón perecieron en una gran deflagración, excepto dos: un cura y un hidalgo.

            Los extraterrestres se llevaron a aquel par de bárbaros primitivos a su planeta y, una vez en él, les mostraron las maravillas de su raza: las fábricas, las investigaciones científicas, los avances. Sin embargo, eso ni inmutó a los visitantes, para asombro de la raza estelar. Tratados como huéspedes, se dedicaron a recorrer el planeta sin cambiar de color ante las maravillas que se les mostraban. Al contrario, el hidalgo empleaba su tiempo en tocar la vihuela, componer poemas y requebrar a las damas, en tanto que el cura no pensaba sino en disquisiciones filosóficas.

            Al cabo del cuento, los extraterrestres se veían obligados a deportar a aquellos dos, viendo que su juventud se corrompía ante su influjo. Que abandonaban los estudios, las investigaciones y el trabajo para dedicarse a las artes y a la polémica.

 

            Cuando lo leí, con cerca de 20 años de edad, pensé: buena metáfora de cómo nos va de pena a los españoles, siempre ganduleando y perdiendo el tiempo mientras otros se dedican a cosas útiles y progresan.

            Lo gracioso del caso –lo curioso de las bromas que gasta la memoria- es que ahora, cuarto de siglo después, se me ocurre lo contrario. Que lo tonto es deslomarse en exceso, amasar y acumular para nada (o más bien para otros, en el fondo). Que los listos en el fondo eran el cura y el hidalgo. Que ellos sí que sabían vivir la vida.

La memoria

Pocas cosas hay tan traidoras como la memoria. Se reajusta, varía y muta según pasa el tiempo. ¿Cuántas veces habremos tenido discusiones con alguien porque el recuerdo que esa persona tenía de un suceso difería de forma radical del que teníamos nosotros? Esa alteración de las memorias puede que sea un mecanismo de adaptación y tenga sus ventajas, no me cabe duda, pero a veces resulta un poco inquietante. En ocasiones puede caberle a uno la sospecha de que su existencia está edificada encima de arena, sobre recuerdos que sólo en parte son reales.

            Gore Vidal, en el comienzo de su novela Mesías, tiene un párrafo muy jugoso al respecto de la memoria, que dice así:

«Envidio a esos cronistas que afirman con despreocupada pero sincera desenvoltura: «Yo estuve. Vi lo que ocurría. Fue así». Yo también estuve, en todos los sentidos de la palabra, mas no me creo capaz de describir con alguna exactitud los diversos acontecimientos de mi propia vida, aunque aún los recuerde de un modo intensamente vívido… Quizá sólo sea porque creo que todos somos traicionados por esos ojos de la memoria, tan mudables y particulares como aquellos con los que miramos el mundo material, pues la visión va variando, como suele ocurrir, desde los primeros a los últimos momentos de la vida».
 

            Mejor glosado, imposible.