El Certamen de Úbeda como signo del cambio de ciclo

El fin de la era del pelotazo borró del mapa a un montón de eventos culturales locales. Y la crisis sostenida fue liquidando paulatinamente a muchos más y dejando en los huesos a otros tantos.

Esa es la parte mala. La buena es que, poco a poco, fueron naciendo por todas partes iniciativas culturales dispuestas a cubrir los huecos dejados. Tales iniciativas eran en muchos casos fruto de la sociedad civil, menos ligadas (al menos en sus arranques) al dinero público. Y, lo que a mi juicio es más valioso, distintas a lo que había.

La verdad es que, antes de la Crisis, España estaba llena de eventos culturales clónicos, construidos a base de conferencias y mesas redondas en espacios cerrados. Era difícil distinguir a muchos de tales eventos, más allá de la localidad donde se realizaban y los nombres propios de los ponentes.

Tras la Gran Poda, han ido surgiendo en cambio algo que podíamos llamar Eventos de Nicho, en el sentido de que cada uno ocupa un nicho en eso que se llama la diversidad cultural. Nicho que les da características únicas.

Buen ejemplo de ello es el Certamen de Novela Histórica de Úbeda, al que pude asistir la semana pasada para presentar Bandera Negra y La boca del Nilo, así como en calidad de jurado del Premio Los Cerros de Úbeda que se concede a la mejor novela histórica publicada el año anterior.

Por supuesto que conserva los elementos más clásicos de este tipo de eventos, como son las conferencias y las presentaciones de libros. Lo novedoso del Certamen es que a estas actuaciones en recinto cerrado apareja otras a pie de calle que se desarrollan en el mismo centro monumental de la población.

Al Certamen acuden grupos de recreadores que dan mucho color durante esos días al Certamen y que son su mejor reclamo y escaparate. A mí algo así ya me parece un hecho positivo puesto que da a este evento carácter propio, distinto. Más si se tiene en cuenta de que la recreación en la calle no es monotemática. Este año había, por ejemplo, grupos de recreación romana y pictos. También recreadores de la II Guerra Mundial, alemanes y aliados, que llegaron a montar sus propios campamentos y que deambulaban por la ciudad con sus uniformes, haciendo imposible que nadie que pasase por Úbeda esos días no se enterase de que se estaba celebrando el evento.

De paso, añadir que este año tenían la muy original contribución de un grupo dedicado a recrear el movimiento sufragista, de forma que de continuo te cruzaban con grupos de mujeres vestidas como a comienzos del siglo XX con carteles exigiendo el voto para la mujer.

Todo esto de las acciones callejeras tiene más importancia de lo que parece, al menos a mi juicio. Un solo personaje vestido de soldado alemán o de legionario romano, yendo por la calle, equivale a ciento de carteles pegados en los lugares habilitados, en cuanto a visibilizar se refiere.

Y que en este caso además le dan un sello, una impronta que hace al Certamen algo diferente con claridad.

En fin. En lo particular, añadir que a eso se suma, ya para los profesionales, toda una dimensión social porque es el momento de reencontrar a viejos conocidos (otros escritores, editores, críticos) y tramar nuevas relaciones.

Personalmente creo que eventos como el Certamen son el camino, menos mastodónticos, más ágiles y sobre todo más imbricados con la sociedad en la que tienen lugar. Otros no opinan igual, desde luego, y apuestan por los fastos de tipos más clásicos. Ya veremos quiénes duran más.

Pescadores de fortuna I

PescadoresLeía ayer mismo un excelente artículo sobre un incidente habido entre la policía local de Cádiz y un vendedor ilegal de pescado, y la posición más que ambigua adoptada por el alcalde. La verdad es que las autoridades hacen bien en reglamentar y vigilar el asunto de los alimentos. Y justo el pescado y el marisco merecen especial vigilancia. Pero eso me hizo recordar que, no hace tanto, las cosas eran muy diferentes. Y, desde luego, las autoridades mucho más laxas.

Recuerdo que, en mis tiempos de marino mercante, en cierta ocasión llevamos crudo a la refinería de Petromed, en Castellón. En esa ocasión, no entramos de forma directa. Tuvimos que fondear en espera de que nos dieran orden de descargar. Y esa noche, estando de guardia, pude observar que una barca con tres tripulantes merodeaba cerca del buque. Pescaban a la luz de un farol.

Que lo hicieran cerca del petrolero no era sorprendente. No sé cómo será ahora, pero entonces, hará 20 o 25 años, los residuos orgánicos se tiraban por la borda y en paz. Festín para los peces. Y, justo por esa razón, siempre había peces cerca de los barcos. Y, donde hay peces, hay pescadores.

PescadoresLo que me llamó la atención fue que los tipos examinaban cada pieza que pescaban. Y a la mayor parte de ellas las devolvían al mar. Como había un marinero veterano justo entonces en el puente —no recuerdo a qué había subido a esas horas— le señalé ese comportamiento tan peculiar. A él no se lo pareció y, de hecho, me dijo

—Esos son pescadores de peces preciosos.

—¿?

—Pues que no les vale cualquier pez. No los pescan para comérselos ellos. Buscan ciertas clases de peces caros, para vendérselos a los restaurantes de postín de Castellón. Por eso tiran la mayor parte al mar. Solo se quedan con los que pueden vender.

Curiosa ocupación ¿eh? Y, desde luego, un nombre de lo más bello: «pescadores de peces preciosos».

valencian-fisherman-1897Ocurre que las historias que se cuentan en los barcos siempre tienen varios grados de imprecisión y el doble de inventiva. Y a lo mejor el marinero me estaba tomando el pelo.

Lo mismo eran peces que no les servían. Porque recuerdo que, allí mismo y en otra ocasión, también fondeados, nos dedicamos a pescar y sacamos poco más que tallanes. ¿Qué son los tallanes? Unos malditos peces cabritos, cuya única virtud es tener unos dientes tremendos, que se han llevado el dedo de más de un pescador desprevenido. Lo mismo era todo mentira y lo que hacían era deshacerse de eso que se llama morralla, y que son justamente los peces que solo sirven para hacer caldo o fumet.

Podría haber lo comprobado. Pero ¿para qué? Si era mentira, lo compro igual. Porque no me digan que no es una historia bonita.

Pescadores de peces preciosos.

 

 

Mi biblioteca en Utah y yo en Madrid

Dicen que una buena novela no debiera nunca comenzar por el principio de la historia ni acabar en su final. Suscribo esa regla del oficio, que es muy sabia y muy eficaz. Pero esto que escribo aquí no es una novela. Así que en este caso sí que comenzaré por su principio, porque lo tiene.

Ese principio está en el día en que busqué durante horas un libro entre muchos guardados en cajas. Esas cajas están (estaban) en el garaje de la casa de mis padres. Y ese día, al abrir una de tales cajas, descubrí disgusto que algunos volúmenes se estaban deteriorando por culpa de la humedad y los insectos. Ejemplares de tal vez cuarenta años de antigüedad que ya estaban sobados cuando los compré en su día de segunda mano.

Bibloteca volanteEn esas cajas guardaba yo buena parte de mi colección de ciencia-ficción, fantasía y terror. Fui empedernido lector de esos géneros durante décadas y acumulé un gran número de libros. Y ya saben cómo es la vida. A lo largo de los años uno vive mudanzas y se desprende de parte de su pasado, y otra parte la mete en cajas.

Durante tal vez una década, fui regalando un buen montón de libros de género fantástico, pero aun así me quedaba una colección notable. Libros difíciles de encontrar, revistas y fancines, algunos muy antiguos y de los que solo se publicaron unas decenas de ejemplares. Y no iba a dejar que todo eso se siguieran deteriorando así.

No soy bibliómano avariento -¿Cómo lo llamarían ahora? Supongo que bookaholic-. Por tanto, si no podía darles sitio en mi casa, si no iba a leer muchos de ellos nunca más de nuevo, lo lógico era donarlos. E inocente de mí, me puse manos a la obra seguro de que la cantidad de volúmenes y la rareza de bastantes ejemplares despertaría de inmediato el interés de las administraciones públicas competentes.

Claro está que me equivocaba. Hablé en su día con un responsable de bibliotecas de la Comunidad de Madrid. Se mostró entusiasmado, le pareció una gran idea crear una biblioteca de ciencia-ficción y fantasía en España. Se despidió efusivamente. Y nunca más me volvió a coger el teléfono. Durante cinco años lo estuve intentando en varias comunidades autónomas, a través de contactos casi siempre, que es como se hacen las cosas en España. También en varias poblaciones. Siempre sin éxito. Aunque he de aclarar que hubo lugares pequeños que sí se interesaron de verdad, pero por A o por B les era imposible hacerse cargo de la biblioteca.

Y así cinco años.

Hace un par de meses volví por última vez a la carga. Un concejal de una formación de nuevo cuño, en un pueblo de la sierra madrileña, hizo la gestión. Lo intentó pero no pudo ser porque los libros no cabían en la biblioteca local. También se interesaron unos vocales vecinos de esa misma formación en uno de los distritos de Madrid Capital. Por desgracia, el grupo municipal de esa formación pasó del asunto como de comer alfalfa. Será que es más interesante recriminar a la alcaldía por abrir bibliotecas sin libros que mover el trasero para procurar esos libros.

Pero no nos alarguemos. Quiso el azar que en esos días estuviese de paso por Madrid un profesor de hispánicas de una universidad de Utah, especialista y enamorado de la ciencia-ficción. Tramamos contacto hace unos años, cuando se interesó por uno de los relatos que incluí en mi antología Besos de alacrán. Mientras tomábamos un café, no sé por qué salió la cuestión y yo, claro –la cabra tira al monte- me explayé a gusto sobre la burrez de nuestros cargos electos y designados. Él me escuchó, perplejo ante la desidia de los administradores públicos españoles.

Luego me preguntó si estaría dispuesto a enviar todos esos volúmenes a Utah, a su universidad. Aquello me descolocó de entrada, lo admito. Luego me lo pensé unos segundos. Y después dije que sí.

BibliotecaPor supuesto que sí. Verán: yo no soy nacionalista. Yo soy ciudadano de la galaxia y las unidades espacio-temporales de menor envergadura –sistema solar, planeta, continente, país, región, ciudad, barrio- son solo patrias chicas por las que siento mayor o menor afecto. Y entre que mi biblioteca estuviese cuidada y valorada en los Estados Unidos (o en Noruega, o en Sumatra) o que se quedase pudriéndose en un garaje de Madrid, por culpa de que nuestra clase política no se interesa en el fondo por nada que no le sirva para ganar o mantener poltronas, la elección estaba clara. A Utah.

Y ahí está ya, amigos míos. Según mis cuentas a bulto, más de ochocientos libros y más de 200 revistas y fancines. Entre todos ellos, ejemplares como la primera edición en español del Señor de los Anillos, una edición de los años 20 de la Atlántida, de Pierre Benoit, la colección completa de quiosco de Orbis, fancines del tipo Fan de Fantasía, Maravillas o el Combocine que se publicó solo para los asistentes (ciento y poco) a la Hispacón de 1977…

Es curioso pero, mientras llenaba la última caja, entre los volúmenes postreros estaban novelas de Jack Vance y de Iain Bank. Dos autores de cf que han muerto hace unos días. Yo guardaba sus libros para enviarlos al otro hemisferio y ellos partían hacia mundos muy lejanos. Pueden apreciar el detalle en la foto. Curioso, ¿verdad?

Reconozco, mientras guardaba todo eso y mucho más en cajas, que sentí cierta congoja. Sabía que se iban hacia un destino mejor, por supuesto. Pero a mi manera, sentí con mis libros y revistas algo parecido a lo que deben sentir algunos padres en estos días al ayudar a sus hijos a hacer la maleta para irse a Argentina, Noruega o Alemania. Que se van hacia un futuro en el extranjero que en su propia patria le niegan.

Pero ya pasó. Los libros están a salvo en los Estados Unidos y están siendo clasificados para darles el lugar que se merecen. En estanterías de una biblioteca, a disposición del público y los estudiosos. Que no es más que el lugar al que tienen derecho, el que corresponde a los libros.

Marcianos en Barcelona

2013-04-29 11.41.43Regreso del mercado de la Boquería, en Barcelona, y lo hago lleno de inquietud. Tengo la impresión de que en este final de abril gris, desabrido y lluvioso ha comenzado la tan temida invasión extraterrestre. Y que una de sus cabezas de puente está justamente en Barcelona. A esa conclusión hemos de llegar viendo a la marea de supuestos turistas extranjeros que abarrotan la Boquería. ¿Cómo explicar si no su tan extraño comportamiento? Se dedican a fotografiar como posesos a las pescadillas, a los embutidos y aún a las naranjas? Es como si no hubiesen visto nada igual en su vida.

A partir de tan extraño comportamiento, hemos de colegir que son extraterrestres camuflados de norteuropeos u orientales. Si no fuesen alienígenas habríamos de colegir que hay cierto rasgo anómalo en la humanidad que nos hace ver como exóticos los elementos cotidianos en los que no nos fijamos cuando estamos en casa. Una merluza o un boquerón solo puede ser motivo de pasmo para un ser vivo ajeno a este planeta. ¿Es posible que los humanos sean así de catetos?

Ahí los tienen, les capté hace un momento afluyendo en riada a la Boquería. Como diría Lovecraft, he ahí el testimonio de la impía verdad, la innombrable e innominada realidad: O los humanos somos tarugos como somos mamíferos, o los marcianos ya están aquí y vienen a por nuestros jamones. Ustedes deciden qué opción es la correcta.

La existencia de los monstruos y la flecha del tiempo

Siendo muy joven, aficionado a lecturas curiosas, cayó en mis manos un libro que hablaba de animales que podrían existir. Daba cuenta del Law y el Chipeckwe africanos, del felino listado de Australia, de la serpiente constrictora de más de cincuenta metros que un explorador dijo ver en la Amazonia a principios del siglo XX.

Se extendía, claro, sobre los monstruos marinos. Y narraba un episodio muy curioso que quedó consignado en las memorias de un marino inglés, también a comienzos del XX. Se lo cuento aquí de memoria.

Siendo todavía alumno, este hombre avistó una serpiente de mar. Serpiente de mar que, por la descripción que nos ha dejado, se parecería mucho al hipotético monstruo del lago Ness. Corpachón, joroba, cabeza pequeña al extremo de cuello muy largo.

Como era alumno –es decir, oficial en prácticas-, no estaba solo sino que acompañaba a un oficial veterano en la guardia. Los dos contemplaron asombrados al ser, que se cruzó por la proa y luego pasó por una de las bandas, hasta quedar atrás. Cuando le perdieron de vista, el relator le dijo al oficial veterano, y por tanto al mando:

-¿Qué hacemos?

-Nada –fue la respuesta.

-¿Cómo que nada? –El buen hombre, tan joven como yo cuando lo leí, le miró estupefacto-. Pero ¿no vamos a anotarlo en el cuaderno de bitácora?

-No.

-Pero ¿cómo que no? Pero si hemos visto un monstruo marino…

El veterano le miró con esa cara que se pone ante la insistencia enojosa de los novatos y le dijo algo así como:

-Chico. No vamos a anotar nada. No porque, aunque tú y yo hemos visto un monstruo, nadie nos creerá. Es más, si anotamos eso, nos echarán de la compañía por locos o por borrachos. No se anota nada en estos casos, nunca. Recuérdalo si, siendo oficial, vuelves a ver otro monstruo marino.

Curioso relato ¿verdad? Y parece que aquel piloto tenía razón. El comandante de un submarino alemán afirmaba haber disparado contra un monstruo marino durante la I Guerra Mundial. De nuevo el monstruo era muy semejante al del lago Ness. Sí lo consignó en su cuaderno de bitácora, como alemán meticuloso que era. Le destituyeron y degradaron. Esa fue su recompensa.

Años después, navegaba yo por el mar de Arabia en un petrolero rumbo a Dubai. Caso curioso, era también alumno en aquel entonces. Cierta noche, muy de madrugada, en la guardia del Primer Oficial, al que yo estaba adscrito, el mar a babor empezó a burbujear en una extensión considerable. Varios metros. Salimos al alerón. Ese burbujeo además se movía. Se movía en la misma dirección del barco. Eso nos permitió contemplarlo varios minutos, hasta que lo dejamos atrás.

Le pregunté al primer oficial qué podía ser eso. La respuesta fue.

-No, sé. Lo mismo hasta un monstruo. En el mar se ven muchas cosas raras.

Entendamos aquí por monstruo alguna bestia acuática muy grande, que las hay. El caso es que ahí quedó el incidente.

Pienso en ello ahora. De haber ocurrido ahora, aquellos marinos se habrían convertido en celebridades dando publicidad a lo que vieron. Habrían tenido el Smartphone a mano. También nosotros allá en el mar de Arabia. Habríamos filmado aquellos prodigios. Lo habríamos colgado en Youtube y obtenido cientos de miles de visitas. De ser avispados, algún dinero le habríamos sacado. Otros a su vez conseguirían notoriedad dándonos cancha en programas de dudoso rigor científico o, por la contra, denostándonos y llamándonos farsantes…

En fin. Que no sé si existen esos monstruos, pero sí que los tiempos están cambiando… aunque quizá no tanto.

Los nuevos Cultos del Cargo

Sé que muchos de ustedes conocen la historia, pero no por eso me voy a privar de contarla aquí, aunque solo sea porque es una de mis favoritas.

El culto del Cargo es una curiosa religión que nació a raíz de la II Guerra Mundial en algunas islas de los Mares del Sur. Su origen estuvo en el desembarco de tropas aliadas en islas y zonas de Nueva Guinea hasta entonces bastante aisladas. Aquellos soldados al llegar desbrozaban y allanaban para abrir una pista de aviación. Cuando la pista estaba lista, avisaban por radio y al cabo, para asombro de los nativos, llegaban los aviones para descargar toda clase de suministros.

Acabó la guerra, los soldados se marcharon. Y los aviones dejaron de llegar. Entonces los sencillos habitantes de aquellas islas remotas comenzaron a abrir pistas de aterrizaje. Y a construir cajas que eran réplicas en madera de las grandes radios por las que hablaban los soldados. Réplicas al menos en aspecto. Se dedicaban a hablar a esas cajas, tal como habían hecho los forasteros, para que vinieran las naves de metal cargadas de víveres y regalos.

Los aviones no acudieron. Pero como hay que ser perseverantes y habían visto el milagro con sus propios ojos, algunos isleños sostuvieron durante décadas el culto, convencidos de que al final se repetiría. Pero las aeronaves cargadas de presentes nunca regresaron.

Ese fue el culto del Cargo. Mueve a muchos a risa, cosa que a mí me parece injusta. Aquellos isleños actuaron dentro de la lógica de su esfera de conocimientos. Y a falta de otra cosa, echaron mano de una de las herramientas más poderosas que ha tenido la humanidad para su progreso: la imitación. Solo que esta vez no les salió. No bastaba con construir pistas ni réplicas de las carcasas de las radios, tampoco con imitar los gestos y actitudes de los que –a sus ojos- hablaban a esas cajas con antenas que a su vez hablaban también.

¿No hacemos nosotros a veces cosas parecidas? Ahí está por ejemplo el aeropuerto de Lérida, construido hace pocos años por el Estado y gestionado ahora por la Generalitat. Todo un aeropuerto vacío, con un par de vuelos semanas que se mantienen gracias a que la Generalitat subvenciona a esas compañías. Hemos hecho lo que aquellos isleños. Solo que ellos abrían pistas de tierra y nosotros construimos aeropuertos enteros, con sus torres y terminales.

Pero que levantemos todo un aeropuerto en Lérida no implica que los aviones vayan a acudir. Ahí lo tienen, desierto y sin que ninguna empresa quiera hacerse cargo de su gestión. Y si fuera ese solo… España está llena de aeropuertos vacíos, de estaciones de AVE desiertas. Esos son los nuevos cultos del Cargo. Y no son los únicos.

Al hilo de esto recuerdo algo que me ocurrió en mis tiempos en la Marina Mercante. Fue cruzando el canal de Suez allá por el 89 o el 90 en dirección al Mar Rojo. Uno de los prácticos que nos tocó en esa ocasión era un hombre ya entrado en años. Un personaje curioso inequívocamente culto y que había estudiado en Londres. Cantaba ópera y en los ratos muertos, en los tramos rectos, se ponía a cantar ahí en una esquina del puente o en un alerón. Cantaba bien, aunque la verdad es que era un trance curioso.

El caso es que a lo largo de la travesía tramamos conversación y en un momento dado soltó una afirmación que me dejó perplejo. Decía que el mejor régimen que había conocido Egipto era el del rey Faruk. Que el de Nasser y sus sucesores habían sido mucho peores para el país.

Tal afirmación me dejó perplejo. Lo tomé por una chanza, una «boutade». ¿Cómo podía decir eso ese hombre cultivado, decir que había sido mejor un déspota a la oriental que unos que, aunque dictadores como él, habían tratado de modernizar el país?

Debió ver en mi cara que estaba desconcertado. Eso era lo que pretendía ese hombre sardónico. Pero no hablaba en broma. Acto seguido se explicó. A su juicio, ni uno ni otros habían hecho nada bueno por Egipto. Pero al menos Faruk era un tirano a la vieja usanza. Él y su familia gobernaban el país como un cortijo. No hacían nada pero al menos eran pocos vagos a mantener.

En cambio el naserismo y sus continuaciones habían instaurado lo que él definía como «falsa occidentalización». Se habían creado grandes ministerios de sanidad, obras públicas, etc. Pero era todo fachada. Se hacía poco más por la gente que en tiempos de Faruk y encima ahora había que alimentar a un funcionariado –adicto al régimen- de volumen gigantesco. Había muchos más impuestos, pero pocos más servicios, porque todo el dinero se iba a esa clientela del poder.

Han pasado 20 años ya de aquel viaje. Y he tenido no pocas oportunidades de recordar las palabras de aquel práctico que ahora, visto con la distancia del tiempo, veo como un sabio. Porque no todos los sabios son pomposos ni todas las verdades se expresan de forma doctoral. Y cada vez tengo más ocasión de recordarlo.

Pienso en mi país, España, donde a veces tiene uno la sensación de que las leyes y las instituciones con cada vez más tramoya, que cada vez las despojan más de poder. Que nuestra democracia es cada vez menos la casa común de la ciudadanía y más un parque temático en el que se mantienen en pie los decorados. Yo no digo que esto sea una democracia. Pero con esto pasa lo que con las naranjas. Naranjas son todas, pero las hay con mucho zumo y las hay de pulpa reseca.

A veces ves lo que está pasando, cómo los que debieran velar por las leyes, se las saltan, las vulneran u omiten su obligación de hacerlas valer. No basta con tener leyes e instituciones. Como no basta con abrir pistas en la selva, fabricar radios de madera y hablar a un micrófono de palo. También nosotros a menudo y con la misma inocencia que aquellos isleños caemos a menudo en los cultos del Cargo.

De cultura

Anoche recalé en un restaurante llamado Clásica y Moderna, donde José Sacristán realizó un monólogo o lecturas de textos de Fernando Fernán Gómez. Yo había reservado un sitio en barra y, durante la inevitable demora del comienzo, común en estos actos, estuve charlando con mi vecina de taburete, una mujer de obvia cultura. Fue una conversación agradable y, en la casi hora que se dilato la espera, hablamos un poco sobre libros, un poco sobre teatro (soy un inculto en tal cuestión, lo admito), un poco sobre la vida cultural que tiene Buenos Aires, a pesar de todas las vicisitudes que ha vivido, y vive, la Argentina. Después comenzó la representación y, como es lógico, callamos para escuchar la voz poderosa de Sacristán y los tangos que se intercalaron entre las lecturas.

Esta entrada es porque no dejo de pensar que aquí, en un encuentro casual, es más fácil trabarse en conversación al paso sobre temas culturales que en Madrid (sobre política y para maldecir al gobierno es igual, más o menos). Esa es mi impresión, o será que a lo mejor por acá me muevo por lugares distintos. Pero no creo. Me parece que los españoles tenemos alzado un muro más sólido en ciertos temas, de forma que no los exponemos con tanta facilidad, no sé por qué absurdo motivo. Que para las conversaciones de pasada nos limitamos a los tópicos de tiempo, política con cautela, fútbol y cosas así, que no está mal, pero que no debiera ser lo único.

En fin, que ese es otro de los motivos por los que me agrada tanto Buenos Aires.

Codo con codo

Hoy regresaron el frío y las brumas a Buenos Aires, pero ayer tuvimos un día de verano en pleno invierno, con picos de 27ºC. Pero, no obstante, estamos ya en invierno y oscurece pronto, así que con la noche me fui a dar una vuelta por la calle Corrientes y el Microcentro que, a esas horas, era un hormiguero. A falta de algo mejor, sobre las ocho, fui a sentarme en las gradas de la gran plaza del Obelisco, que está cortada en dos semicírculos justo por los carriles para autos que unen los dos tramos de Corrientes, a ambos lados de la avenida 9 de Julio. Había allí, en esas gradas, todo tipo de gentes: locales, inmigrantes bolivianos (digo yo que serían bolivianos, tampoco soy un experto en identificaciones étnicas a simple vista) y, por supuesto, turistas de toda condición y procedencia.

Había también una banda de indigentes bastante mugrientos y, justo cuando yo iba a sentarme, uno de ellos se llegó a los policías que regulaban el tráfico, para pedirles ayuda. Uno de los sin techo, casi desnudo, se estaba retorciendo con las manos al estómago. Los policías le examinaron, llamaron a una ambulancia y luego se volvieron a regular el tráfico. El pobre tipo parecía estar poniéndose cada vez peor, se revolcaba, lanzaba bramidos de dolor que a veces eran tan altos que llegaban a donde estaba yo sentado, a sus buenos 25 metros.

Lo curioso es que, mientras ese indigente estaba ahí tirado, sobre la grada de piedra, a dos pasos, literalmente, estaba toda esa gente que he dicho, unos haciéndose arrumacos, otros sacándose fotos con el móvil, como si el enfermo fuese invisible. Incluso buena parte de sus compañeros le ignoraban o seguían con sus cosas y de vez en cuando, cuando lanzaba una voz de dolor en especial fuerte, le echaban una mirada de soslayo, más de fastidio que de otra cosa. Luego, ayudado por un par de amigos más compasivos, se incorporó lo suficiente y, de golpe, entre arcadas estruendosas, comenzó a echar los hígados.

Mano de santo, oiga. Los repugnantes sonidos, la visión del vaciado de ese estómago enfermo y los hedores consiguientes hicieron que todos –lugareños, inmigrantes, turistas de todas latitudes- recobrasen de golpe la percepción de cuanto les rodeaba. A una iniciaron una desbandada que dejó una veintena de metros desiertos en torno al enfermo.

En nuestra sociedad, la miseria, la opulencia y todos los grados intermedios se codean a menudo. Tal vez sea mejor así, y no dejarla escondida en guetos. Tampoco hay que esperar que todos tengan temple de buen samaritano (yo, sin ir más lejos, carezco de él). Pero ¿es necesario ignorar hasta ese punto a las personas? ¿No es de mal gusto  que la gente esté parloteando y sacándose fotos mientras un hombre se retuerce y grita de dolor a dos pasos, sin darse ni por aludida de su existencia?

En fin. En cuanto al pobre diablo, primero se presentó un patrulla de la policía y luego una ambulancia con un único sanitario. Este último, tras examinarle, bajó una camilla. En ella le cargaron entre los policías y el par de indigentes que se habían preocupado de él. Se le llevaron en la ambulancia, volvieron los ociosos a las gradas y los sin techo parecieron respirar de librarse de esa presencia incómoda. En fin, que como decía el gran Cervantes, fuese y no hubo nada.

 

Polvo, cenizas, nada. II



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Fui ayer a pasear por el cementerio de la Recoleta. Es algo que he hecho las tres veces que he venido a Buenos Aires. Las tres he visitado también la tumba de Martín de Alzaga, que está custodiada por dos leones, el uno vigilante y el otro dormido. Pero el caso es que ayer amaneció un día harto desabrido, frío y con nieblas. Eso, y lo relativamente temprano de la hora, hizo que me encontrase con que estaba paseando por un cementerio desierto. Es todo un lujo. El cementerio de la Recoleta está considerado el más bello del mundo, después del de Génova. Está lleno de panteones, estatuas, monumentos y, de forma inevitable, de multitud de turistas (como yo mismo, me apresuro a señalar).

Poder pasear a solas por esas avenidas de panteones, efigies y cipreses es algo que sin duda no se puede hacer muchas veces. Hasta los grandes gatos se habían retirado a cubierto. No sé si se cerrará algún día de la semana el cementerio. Si no se hace, tal vez debieran. Es verdad que si se construyeron esos panteones fue como monumento y escaparate, pero también que los que allí están necesitan sosiego. Somos paradójicos en vida y no dejamos de serlo ni en la muerte.

El diluvio, amigos.

 

La otra noche, en Buenos Aires, me acerqué a cenar a la avenida Santa Fe y, mientras estaba sentado, comenzó a diluviar. Como el resto de los comensales, aguardé resignado, tomando un café, a que parase de llover o, siquiera, aminorase un poco. Fue inútil y, a la postre, tuve que echar mano al paraguas y salir bajo un chaparrón torrencial. La calle Callao se estaba ya inundando y la gente iba como podía, sorteando zonas en las que te hundías hasta casi el tobillo en el agua.

            Anoche aquí, en Montevideo, donde estoy ahora, una amiga me llevó a pasear por la rambla, uno de los orgullos de la ciudad. Soplaba un viento a lo largo de ese paseo marítimo que parecía que quería llevarse volando a la gente; doblegaba las copas de los árboles, aullaba. A la postre, también comenzó a llover con gota gruesa, y ya no paró en toda la noche.

            Ahora, si me asomo a la ventana, que da a esa rambla y al mar, aunque no llueve, puedo ver algo que es como la estampa tipo del Atlántico –sur, en este caso-. Un día frio, ventoso, de luz plomiza, con los cielos cubiertos de nubes de tormenta y un mar gris y alborotado, lleno de espuma. Amenaza tormenta y, si uno sabe mirar, puede llegar a distinguir a lo lejos un buen número de cargueros, yendo o viniendo, porque este parece un puerto con bastante tráfico.

            Me dicen que en Buenos Aires está otra vez diluviando. Llueve y llueve sin parar, por esta parte del mundo. Luego saldrán los de siempre a quitar hierro al asunto: que si son ciclos, que si no hay pruebas fidedignas…

            Me temo que la realidad es tozuda, y suele acabar venciendo a los charlatanes de toda ralea: a los alarmistas, sí –que también los hay, los apocalípticos-, pero también a los pesebreros que echan la manta sobre los hechos, con la esperanza de que no muerdan. En vano, claro. Los gusanos acaban siempre asomando, convertidos en víboras llenas de ponzoña, tras esa estancia en la oscuridad.