De madrugada, a medialuz

Anoche quedamos a tomar una copa. No pasas buena época, se acumulan los problemas y las incertidumbres, y me hablabas de todo ello, entre vasos y pitillos. Mientras me lo contabas, me fijé en cómo se te formaban un par de arrugas en la frente. No dije ni palabra al respecto, porque soy así de imbécil; pero, mirándolas, me parecieron muy hermosas. Me sorprendió a mi mismo que así fuese, pero juro que es como lo cuento. Tal vez lo que ocurre es que es necesario que el tiempo le haga rodar un poco a uno, para que pueda apreciar ciertos detalles.

Un dragón en la terraza

La otra noche, me llevé un gran sobresalto al entrar en la terraza de la cocina, creo que a tirar algo al cubo de la basura. La terraza es acristalada y, por simple vagancia, yo no había encendido la luz, de forma que estaba en la penumbra de la luz de la cocina. Y, en esa penumbra, de repente vi con el rabillo del ojo que algo grande se movía en una esquina, cerca de la lavadora. Y en seguida matizo grande: no algo desmesuradamente grande, pero sí bastante más de lo que uno espera a lo mejor toparse en la terraza. Lo bastante como para darme un susto por eso, por lo inesperado.

            Volví la cabeza a tiempo de ver qué era. Una salamanquesa, obviamente más asustada que yo, que se coló culebreando bajo la lavadora y desapareció de vista. Pero es que era una salamanquesa realmente grande, tanto como una mano abierta. No está mal. Pasado el sobresalto y la perplejidad, no hice nada. No, nada. Voy a dejarla estar ahí, si quiere quedarse, aunque espero que no se muera de sed o hambre, y que si permanece lo haga por capricho, y no por haber quedado atrapada y no ser capaz de encontrar el camino hacia los cristales superiores, que forman persiana y siempre están entreabiertos.

            Sé que hay gente a la que le espantan los reptiles. Aunque, ¿las salamanquesas son reptiles o anfibios? En todo caso, a mí no. Me resultan inofensivas y asustadizas, y bien puedo dejar que formen parte de ecosistema de mi casa. Además, quizá, con lo grande que era, puede guardar el piso de la visita de otras bestezuelas más asquerosas e indeseadas. Mi piso da a un gran descampado polvoriento y nunca está uno a salvo, en estos veranos de calor, de que se le cuele alguna cucaracha. Supongo que una salamanquesa puede dar buena cuenta de ellas, si eso sucede. Aunque, ¿las salamanquesas son carnívoras o herbívoras?

            Lo del dragón puede ser exagerado. Pero pensemos por un momento qué aspecto tendría si midiese cinco o seis metros, con ese aspecto reptiliano, esa cabezota y las patas terminadas en dedos con ventosas. Imponente, sin duda. Así que el asunto no es cuestión de planta, sino de tamaño. Y, como he dicho, cuento con ella, ya que se ha colado, para que guarde la casa de insectos. Que nunca viene de más un dragón guardián.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.» 

El viento de la noche gira en el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso. 

En las noches como esta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito. 
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. 
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. 

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche esta estrellada y ella no está conmigo. 
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. 
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. 
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. 
Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Aunque este sea el ultimo dolor que ella me causa,
y estos sean los últimos versos que yo le escribo.

Pablo Neruda 

Un viejo sonido

Regresaba a casa días atrás, alrededor de las diez y algo de la noche. El barrio en el que ahora vivo –o más en el que ahora he vuelto, ya que viví en él cuando tenía alrededor de diez años, hace ya un montón de tiempo-, es uno de bloques de cuatro alturas. Aquí, no hay tanto aire acondicionado como en otros barrios. Basta con mirar alrededor y contar los aparatos colocados en el exterior, sobre palometas, para darse cuenta de eso.

            Este año, como el verano parece habernos caído encima casi desde mayo, las ventanas están abiertas, para que corra un poco el aire, precisamente por esa falta de aire acondicionado. Así es como se hacía en todo Madrid hace no tanto. El caso es que, como he dicho, volvía a casa ya de noche, pasadas las diez, y, de repente, al entrar en el barrio, me vi envuelto en un sonido que me mandó de cabeza a años atrás; un sonido ya olvidado.

            Como las ventanas estaban abiertas, a esa hora, desde un montón de casas, me llegaba el entrechocar de vajillas y cubiertos. La gente estaba poniendo la mesa, o ya cenando, o incluso algunos recogiendo. Y de todos esos comedores surgía ese sonido tan particular, que era tan cotidiano en otro tiempo, y que ya ha ido desapareciendo, porque cada vez las ventanas están menos abiertas. Me paré a escuchar, y también a mirar. Se veía a algunas personas apoyadas en los alfeizares, intentando captar, como velas, algún soplo de aire, y ese parpadeo azulado que es el reflejo del de los televisores. Se escuchaba el sonido de esas mismas teles, y también el de conversaciones. Pero, sobre todo, ese que he dicho, el resonar de platos y vasos entre ellos y con las cucharas y tenedores.

            La banda sonora de los antiguos bloques de vecinos con las ventanas abiertas.

Anillos de oro

Durante cierto tiempo, llevé un anillo de oro en el pulgar de la mano derecha. Era la alianza de mi abuelo materno, que murió con 98 años. Él, como es lógico, lucía ese anillo en el anular de la izquierda, así que imaginen que manazas tenía. Esa alianza de oro tiene toda una historia detrás. La adquirió mi abuelo allá por 1920, cuando, por quintas, le tocó ir a la guerra de África. Así que mi abuelo compró una alianza de oro a un buhonero, como prenda para casarse con mi abuela cuando volviese de la guerra, si es que volvía. Su pueblo no era lo suficientemente grande como para tener una joyería y el anillo no era tampoco de oro, oro. Es un núcleo de algún otro metal, con revestimiento de oro; y digo revestimiento y no simple baño, eso seguro. Le costó un duro de los de entonces y supongo que era lo máximo que se podía permitir un joven campesino de la época.

            Esa es parte de la historia de esa alianza. Cuando enterramos a mi abuelo, el anillo quedó por casa y, como a mí me gustaba la historia y era una reliquia familiar, opté por llevarlo encima. Me lo puse en el dedo en el que encajaba sin quedar holgado; o sea, el pulgar. Años después, me lo quité y lo dejé guardado. Estos días he tratado de recordar por qué me lo quité y creo que fue porque hice un viaje a Argentina y no quise llevarlo conmigo, por si lo perdía o pasaba algo. Después de todo, no deja de ser un recuerdo de familia. A la vuelta, ya no lo devolví al pulgar.

            Lo hice tiempo después y por motivos bien distintos. Lo usé para lo que se usan los anillos cuando no son simples adornos: como símbolo y recordatorio. De qué, no voy a contarlo. El caso es que ha estado en mi pulgar cerca de nueve meses pero, cosa curiosa, de repente ha perdido parte del revestimiento de oro en la parte interior. Estuvo en las manos de un hombre que siempre se dedicó al trabajo físico, durante más de tres cuartos de siglo, y luego en las mías, y justo comenzó a dar señales de deterioro cuando lo empleé para simbolizar algo propio.

            En algunas cosas, soy un poco supersticioso. ¿Y si fuera un signo? Después de todo, los anillos de oro, máxime si son alianzas, significan siempre algo. Y ese anillo representaba la relación de mi abuelo con mi abuela, y quizá no sea bueno emplearlo para señalar ninguna otra cosa. Cada anillo de oro ha de representar aquello para lo que fue elegido y nada más. Así que he vuelto a guardar la alianza de mi abuelo y en su lugar he comprado un anillo de oro, uno nuevo, propio, y me lo he colocado también en otro dedo; en el meñique derecho, justamente. Ahí se quedará, significando algo muy personal e intransferible.

            No tengo hijos, pero tal vez ese anillo lo herede alguien. Si es así, puede que le diga lo que significa o puede que no. En todo caso, ya le dejaré advertido que puede usarlo como adorno o como recuerdo, pero no para simbolizar nada, porque ese anillo ya simboliza algo. Y no se pueden acumular varios significados, sobre todo de varias personas, en un mismo anillo de oro.

¡Siga a esa moto!

Ayer, hacia las dos de la tarde, había yo bajado del autobús en la calle Serrano y subía por Ortega y Gasset, buscando un restaurante en el que había quedado con unos amigos, cuando de una de las bocacalles salió con estruendo una moto. Iban dos subidos en ella, con los cascos puestos. Resultaron ser algo más que un par de macarras amigos de hacer ruido con la moto.

            Yo iba pensando en mis cosas pero, de repente, me hicieron volver la cabeza unos gritos destemplados. Los de la moto acababan de arrebatar algo a un tipo trajeado, de entre treinta y cuarenta, algo sobrado de kilos. Les perseguía maldiciéndoles pero, claro, no pudo atraparles. No sé qué le habían quitado, puede que un maletín. Cuando acerté a mirar, alertado por las voces, no pude ver muy bien entre los coches.

            Lo fenomenal vino después. El robado había echado mano al móvil, sin duda para llamar a la policía, y los de la moto ya iban Ortega y Gasset abajo. De repente, la víctima, se fijó en que había otro tipo sobre otra moto y, sin pensárselo dos veces, saltó a la parte de atrás y le dijo algo al motorista. Éste se volvió estupefacto pero luego asintió y los dos salieron a escape, en persecución de la moto de los ladrones. En seguida se perdieron todos de vista.

            Supongo que no intentarían nada tan dramático como tratar de alcanzar y reducir a los ladrones. Dramático, peligroso y de resultado incierto. La gente normal no suele ir armada por la calle; los ladrones muchas veces sí, y cada vez más. Pero con perseguirles e ir radiando a la policía por dónde iban, a través del móvil, no me cabe duda de que debieron acabar por coger a los asaltantes. A no ser que estos, con las prisas, se estampasen contra el lateral de un autobús, algo que en Madrid ocurre con relativa frecuencia a los moteros demasiado acelerados. Ese, sin duda, sería un final lamentable para esta historia, puesto que habría que repintar el lateral del autobús y, como todo el mundo sabe, el uso de pinturas y aerosoles daña el ya de por sí muy dañado ecosistema. Y no queremos castigar más de lo necesario a nuestro pobre planeta, ¿no es cierto?

Una pequeña historia, en parte deducida.

El teléfono que tengo en casa, desde hace menos de un mes, estaba anteriormente asignado a otro usuario. Eso es algo muy normal, desde luego. Pero parece que Telefónica no se ha molestado en comprobar el estado de los servicios de ese número en particular. Primero me encontré con que no podía llamar ni a móviles ni al extranjero, porque el anterior usuario había bloqueado tales posibilidades, y tuve que recurrir a averías para que me lo desbloqueasen. Eso fue hace un par de semanas, creo; pero no es nada comparado con lo que me he encontrado hoy.

            Hoy se me ha ocurrido comprobar si tenía algún mensaje en el contestador automático y, para mi perplejidad, he descubierto que tenía nada menos que diez. El misterio ha quedado aclarado al escuchar el primero. Eran mensajes del anterior usuario; una usuaria por lo que he podido colegir. He comenzado a borrarlos según iban saliendo. Pero, para borrar, el mensaje debe comenzar a emitirse, y ahí había toda una historia.

            De esos diez mensajes desde el cinco hacia el final, eran todos de amigos y parientes que habían tratado de localizar a la dueña del teléfono. Mensajes del tipo: «oye, ¿que es de tu vida?» «Llámame cuando puedas», cosas así. Ni los acentos, ni los nombres que se usaban, eran españoles. Todos los mensajes hacia el final eran así excepto el último. El último era la voz de una mujer, con acento español, que informaba de que llamaba desde el servicio de urgencias de un hospital de Madrid. Decía que era un mensaje para la familia de la señorita Jessica Vanesa (me lo he inventado, no voy a dar el real, pero era un nombre de esos compuestos que no se estilan aquí y sí en algunos países sudamericanos), que ésta había sufrido un accidente y se encontraba ingresada en esas urgencias. Y que podían personarse en el hospital o contactar con el servicio a través del número…

            No he oído más. Lo he borrado. El mensaje era de mediados de abril y, dado que a mi me pusieron el teléfono en la primera mitad de mayo, me temo que la pobre usuaria de el que ahora es mi número no salió del trance. Ahí hay toda una historia, desde luego, aunque claro, parte son suposiciones. Desde luego, Telefónica haría bien en limpiar los números que se dan de baja, para que no haya bloqueos y mensajes que no debieran oír otros que los destinatarios. Y aún tienen suerte. Imaginen que yo fuese supersticioso y que, en vista del final que tuvo la anterior dueña, exigiese que me dieran otro número.

            Soy supersticioso. Pero supersticiones de ese tipo no tengo, por fortuna. Pero vaya historia, ¿no?

Más lagartijas

El otro día hablaba de lagartijas y, precisamente, tengo una en mi llavero, o algo que se le parece mucho. Está tallada –calada más bien, aunque no sé si ese es el término- en un pedazo de madera con forma de lágrima. La compré en la Patagonia, en un lugar llamado El Calafate, que es la puerta al turismo en esa zona de Argentina.

            El caso es que no sé que pasa, que ya van tres veces que la anilla de esa lagartija calada en madera se me suelta y la pieza cae y se pierde. Por fortuna, en las tres ocasiones me he dado cuenta y la he podido recuperar. La última vez fue la otra noche y tuve que andar tanteando en la oscuridad, bajo un coche, hasta dar con ella. Esa vez sí que creí que la había perdido.

            ¿Será que la lagartija no quiere acompañarme? ¿Qué por alguna razón quiere seguir por su cuenta? Porque vaya empeño en soltarse. Claro que, creer algo así, sería ser animista y atribuir vida a todos los objetos. Y, en todo caso, si así fuera, no puedo complacerla. Esa lagartija calada en madera, comprada en El Calafate, Patagonia, es un anclaje, un recordatorio de algo –o algos- muy especial. Así que no puedo dejarla ir. Tendrá que seguir en mi bolsillo, entrechocando con las llaves de mi casa, recorriendo conmigo distancias que unas veces son cortas y otras muy largas. A no ser que, en una de estas, consiga librarse sin que yo me de cuenta.

Choques culturales

Esta mañana, en el autobús que me llevaba a la feria del libro, en el Retiro, un hombre le ha soltado dos guantazos a un hijo suyo. El tipo, un emigrante negro, iba con dos críos de corta edad y no sé por qué le ha atizado, porque todo ha ocurrido a los pocos segundos de subir yo al autobús, casi mientras este arrancaba de mi parada.

            Han sido dos buenas bofetadas, nada testimonial, y se ha armado. Una pasajera cercana ha tratado de decirle, con buenas palabras, que eso no se puede hacer en España, y menos en público. Pero el conductor del bus, que lo ha visto todo por el retrovisor, ha frenado el vehículo, ha salido del asiento y se ha ido hacia el otro, hecho una furia. Se ha puesto a gritar que de pegar a los críos nada, y que como volviera a levantar la mano al crío, llamaba a la policía. El tipo, que de español andaba más que justo, se ha quedado literalmente acojonado –podría usar otra palabra, pero la definición es esa, acojonado-. Algún pasajero ha tratado de atemperar un poquito, otros se han lanzado a clamar… el resultado ha sido que, al final, unos se han enzarzado con otros, mientras el negro optaba por arrugarse en su asiento, con un crío llorando a su lado y el otro sobre el regazo.

            En casos así, si lo que uno diga no sirve para mejorar las cosas, y puede que –haga lo que haga- las empeore, lo mejor que puede hacer entonces es mantener la boca cerrada. Y eso he hecho, estar callado mientras algunas señoras mayores discutían de forma encendida entre ellas.

            En esos casos, uno no sabe muy bien que pensar, ni qué hacer. Los que lo tienen más fácil son los fanáticos de bolsillo, los sacralizadores de la norma, los discutidores y, por supuesto, los adictos al linchamiento. Cuando yo era pequeño, se repartían bofetadas a los chavales y nadie lo veía monstruoso. De hecho, se quitó en el colegio, al menos el mío, cuando yo tenía diez años. No se hizo porque se considerase un mal método educativo, sino por los fallos de seguridad. Siempre había algún psicópata metido a docente que se explayaba sacudiendo a sus alumnos.

            No soy relativista cultural, al menos no en algunos sentidos muy al uso hoy en día. Este país tiene sus costumbres y sus normas, y aquel que no le gusten, o no quiera acatarlas, ya sabe dónde está la puerta. Pero las normas son eso, normas y no leyes sagradas. Aparte, siempre me han inspirado antipatía los sucedáneos y variantes de los linchamientos. No es simpatía por el débil (débil significa ser el menos fuerte, pero a veces el menos fuerte puede ser también el más malo; nunca he cometido el error de confundir las cosas en ese terreno), sino que siento aversión por las cazas de brujas y ese ensañamiento colectivo con el que trasgrede algo.

            Este país, o al menos Madrid y algunos otros lugares, se han llenado de emigrantes y, desde luego, estamos condenados a paradojas culturales que tenemos que resolver. No por «encuentro de culturas», porque ya tenemos aquí una, la de los indígenas; es decir, nosotros. Pero la misma existencia de tanta población, alguna de ella bastante alejada de nuestras pautas culturales, nos lleva a plantearnos qué hacer en ciertos casos. Aquel tipo del autobús, sin duda, no creía estar haciendo nada malo al soltarle dos tortazos a un niño demasiado pesado, como no lo hubiera creído un español de los años sesenta. No le puedes dejar, claro, pero tampoco le vas a colgar por ello.

            Estas cosas son un dolor de cabeza, sin duda. Me alegro, en todo caso, que el incidente del bus no fuese a más. No me hubiera gustado que hubiesen llamado a la policía y que aquel pobre pringado (de nuevo uso una palabra que define mejor que otras muchas más cultas) hubiese acabado en el cuartelillo de los municipales y, en último término exhibido en unos medios hipócritas como maltratador, cuando lo único que era es ignorante.

Un fin de jornada

Anoche llegué a casa bien pasadas las once. Después de días de mucho ajetreo, de ir y venir, y de quedar con unos y con otros, pude hacer por fin algo sencillo. Cenar un bocado, de entre lo poco que tengo en la nevera. Luego sentarme en el sillón y poner la tele, y elegir de entre todo lo que daban la película más tonta y con más tiros. Por último, meterme en la cama y leer hasta sentir que el sueño me puede, entonces apartar el libro, apagar la luz y dormir sin poner el despertador.

            Hay quien puede pensar que es algo muy limitado; sin duda lo es. Y debe ser alienante hacerlo un día tras otro, siete días a la semana. Pero eso no es algo que me ocurre a mí. Al revés, poder hacerlo aunque sea muy de vez en cuando; hacer cosas que hace la gente normalmente, se ha convertido en una especie de placer extraño. Y es que lo pequeño y banal no tiene por qué ser malo, sino todo lo contrario.

            En pequeñas dosis, claro.