Corrientes del idioma

El idioma puede ser un como un barco entregado a diversas corrientes que le llevan por caminos a veces extraños. Esas corrientes pueden ser espontáneas, pero no siempre lo son necesariamente y ya se ha señalado más de una vez. Tampoco la evolución, el derrotero que traza el idioma es siempre el mejor, o siquiera mínimamente estético, al menos a ojos de unos cuantos, entre los que me encuentro.

Para abrir boca, aunque supongo que ya se me ocurrirán más corrientes que hacen derivar el barco del idioma, propongo aquí dos.

La primera está provocada por los bienpensantes, sin duda alguna, y es todo un clásico en el idioma español. Es esa manía de cambiar por pudor las palabras, eliminando acepciones antiguas por encontrarlas peyorativas. Si digo que es corriente antigua es porque ya está identificada desde hace mucho tiempo, aunque al parecer en nuestros días no hace otra cosa que ganar en intensidad. Es aquello de sustituir viejo por anciano y éste por mayor, al considerar la primera peyorativa. Ya hace muchos años se sustituyó cojo por mutilado, o ciego por invidente. El colmo supongo que lo da esa evolución sin fin que ha llevado de inválido a impedido a incapacitado y de éste a discapacitado y ahora creo que van por algo así como persona con movilidad restringida, aunque supongo que no será la última entrega.

            La otra corriente, clarísima, es esa que, por alguna razón, tiende a alargar las palabras de forma innecesaria. Antes siempre se ofrecían empleos, ahora en cambio se ofertan. Supongo que esta corriente es fruto de la simple necedad.

            A veces las dos corrientes señaladas se funden en una sola, muy poderosa. Se suman la mojigatería lingüística con las ganas de construir palabros innecesarios. ¿Un ejemplo muy claro? Me contó un amigo hace pocos días que en las empresas la gente ya no se marcha, o la despiden, sino que se desincorporan. Sin palabras.

            Y eso es todo de momento, ya seguiremos balizando esta agua.

Toto meguro yuhigaoka, de Hiroshige. II

 

Buscaba un cuadro en red, Cerezo en flor, de Van Gogh, hecho a la manera de Hiroshige, y, claro, me encontré con las obras del propio Hiroshige. Sobran los comentarios casi. Delicadeza, belleza, otra forma de ver y hacer las cosas…

Nublado

Dentro de un ratito me voy, a tomar un avión a Oviedo. Se trata de una presentación de mi última novela en la librería Cervantes. Ir y venir en el mismo día. Si hay algo que me pone melancólico –será por algo supongo, pero no sé el qué- es estar a punto de emprender viaje, aunque sea corto, y asomarme a la ventana para descubrir que no sólo es aún de noche, sino que el tiempo es desabrido, hace frío y llueve, y las calles están tristonas y mojadas.

Sobre libros prestados

Releía lo escrito y caí en la cuenta que, por lo dicho acerca de los personajes del Palacio de la Luna, soy tan vago que ni siquiera soy capaz de irme a la estantería y sacar el libro, para consultar el fragmento en cuestión. No es eso.

            Dicen los argentinos que hay dos clases de idiotas, los que prestan libros y los que los devuelven*. Pues yo diría que eso se puede matizar. Hay unos que prestan libros, y que son los listos, que prestan los peores con la esperanza de que así les libren de ellos sin necesidad de tirarlos. Luego estamos, efectivamente, los idiotas, que prestamos nuestros buenos libros, con lo cual –dado que nos devuelven una fracción- vamos haciendo una selección negativa de nuestra biblioteca, empobreciéndola de aquellos títulos que consideramos los mejores.

            Yo, personalmente, no escarmiento, pero qué le vamos a hacer. Cuando cae en tus manos un libro con el que disfrutas, acabas queriendo que otros los lean y, a la postre, es inevitable acabar prestándolos a los amigos. Así llevo ya, de algún libro, comprado dos y hasta tres ejemplares. No aprenderé. Además, ya es tarde para cambiar.

 

 

* Nota. Lo de que los argentinos dicen eso es porque siempre he oído decirlo así de labios de otros. «Dicen los argentinos que…». Hay media docena de dichos circulando que, por alguna razón, se atribuye a los argentinos, aunque yo no tengo constancia de que sea cierto eso. Tampoco de que sea falso, claro.

Vidas paralelas

Ayer murió Pascual Enguídanos y, antes de ayer, Stanislav Lem.

Lem nació en la ciudad polaca de Lvov, en1921. Enguídanos lo hizo en Liria, Valencia, en 1923. Es de suponer que ninguno tuvo una juventud fácil. Lem vivió la ocupación alemana. A Enguídanos le tocó pasar la postguerra española.

Lem publicó su primera novela en 1951 y, si elegió el tono humorístico y de ciencia-ficción, fue en parte para sortear la censura comunista, ya que, aunque socialistas de convicciones, no comulgaba con las posturas oficiales. Enguidanos comenzó a publicar en 1953, con el pseudónimo de George H. White, su serie estrella, La saga de los Aznar; una saga larguísima de ciento y pico novelas.

Lem está ya considerado como uno de los mejores, sino el mejor, escritor polaco de todos los tiempos. Enguídanos fue un escritor humilde en todos los sentidos de la palabra. Su producción pertenece a lo que ahora se llama pudorosamente pulp español. Y aunque pulp en Estados Unidos designe a la literatura de baja estofa, aquí se usa cada vez más para sustituir al término literatura de a duro, que parece a muchos ahora demasiado peyorativo.

Las novelas de Enguídanos eran imaginativas pero, sin duda alguna, toscas de factura, argumentos y estilo. Se dejaban leer cuando uno tenía cierta edad. Resulta ridículo que haya quienes quieran poner ahora a la Saga de los Aznar por las nubes, como una especie de cumbre de la literatura de cf. Son gratas de leer y punto, si a uno le gustan las aventuras espaciales sin complicaciones; eso no es nada malo.

            Lem alcanzó fama y reconocimiento en vida. A Enguídanos le tributaron una especie de homenaje en una convención de ciencia-ficción en Gijón, allá a mediados de los 90, pero no pudo asistir. Lo recuerdo porque un tipo preguntó por él y cuando alguien le comentó que no había ido a Gijón por haber caído enfermo, rugió un: ¡Lo sabía! Acto seguido se lanzó a farfullar que llevaba años siguiendo a Enguídanos y que siempre que iba a aparecer en un sitio al final quedaban en nada, siempre por alguna excusa… porque Enguídanos, según el tipo aquí, era un extraterrestre. Recuerdo que sentí un escalofrío y que pensé que reuniones como esas –donde tampoco es tan difícil toparse con tipos con el cerebro hecho puré- debieran contar con guardias de seguridad.

            Además, aquel tipo tenebroso se equivocaba. Otra convención de ciencia-ficción celebrada en Madrid, en 1978, creo –mi memoria es bastante mala en cuanto a datos concretos-, le dio otro homenaje y Enguídanos sí asistió. Yo estaba allí y lo vi. El hombre estaba más que agradecido por el reconocimiento y creo recordar que no se las daba de nada.

            Lem debió ganar mucho dinero con sus novelas. De Enguídanos me contaron que su mujer, a veces, en ciertas épocas, estaba esperando que le pagasen la última novela entregada para poder ir al mercado y comprar algo. Me contaron… no sé si será verdad.

            Lem tenía una imaginación prodigiosa. Enguídanos también. Las novelas de uno y otro están llenas de artefactos maravillosos, razas increíbles, lances y sucesos. En eso estaban empatados. A la muerte de Lem habrán dedicado espacio, supongo, los medios de todo el mundo, porque había logrado reconocimiento literario. Enguídanos se habrá tenido que conformar con unas líneas en algunos medios nacionales y locales y, todo lo más, con alguna necrológica. Es por eso que a él le he dedicado más espacio en este comentario, porque supongo que Lem pasará a la historia de la literatura y Enguídanos encontrará algún huequito en alguna enciclopedia de la ciencia-ficción. Que tampoco es poco.

Cuadros

Con los cuadros me pasa lo que con las poesías: no tengo ni idea. Me gusta lo que me gusta, y creo que eso es suficiente. Lo que quiero decir es que no soy un hombre instruido en pintura; no sé mucho de estilos y desconozco a muchos pintores que, según los entendidos, son básicos.
            En una novela, creo recordar que es El palacio de la Luna, de Paul Auster, uno de los protagonistas instruye a otro sobre cómo mirar un cuadro; recuerdo que era una escena curiosa. Yo no sé si para ver una pintura hay que saber de técnicas y recursos pictóricos. Desde luego, para disfrutar de un libro, no es necesario saber nada de historia de la literatura ni de estructura narrativa: o entra, o no entra. Digo yo que no es lo mismo averiguar la composición química de un alimento que degustarlo.
            A mí, con los cuadros, con las imágenes en general, me ocurre lo que a mucha gente. De repente topo con uno, me llama la atención, me gusta, me entra por el ojo, como se suele decir. ¿Por qué? Pues por razones varias. Unos me llaman la atención por lo curiosos, otros me parecen exóticos, hermosos… Y aquí, en esta categoría, voy a procurar ir poniendo poquito a poquito algunos de esos con los que me he ido topando y me han entrado por el ojo.
 

Vida

Algunos alquimistas medievales practicaban el arte de la palingenesia; es decir, de intentar sacar vida a partir de las cenizas. Es una ciencia vana. Nada excepto la propia fuerza de la vida puede sacar vida de las cenizas. Cuando algo ha quedado reducido a cenizas, no cabe hacer nada sino esperar, a que se cumpla su tiempo y la fuerza de la vida decida obrar.

Absoluta

Subió a los infiernos y está sentada 

A la diestra de sí misma 

Tiene en la mano empuñada

Una pluma

Y no sonríe ni espera la resurrección de un muerto. 

Ana María Rodas            

Curas e hidalgos

Hace mucho, mucho tiempo, leí un cuento de ciencia-ficción del doctor Álvarez Villar que contaba más o menos lo que sigue.

 

            Allá por el siglo XVI, cayó en el Atlántico una nave extraterrestre averiada. Acertó a pasar por las inmediaciones un galeón español y sus tripulantes, confundiendo la astronave con algún buque de herejes ingleses, lo abordó. Como la nave iba protegida por un campo de fuerza, todos los tripulantes del galeón perecieron en una gran deflagración, excepto dos: un cura y un hidalgo.

            Los extraterrestres se llevaron a aquel par de bárbaros primitivos a su planeta y, una vez en él, les mostraron las maravillas de su raza: las fábricas, las investigaciones científicas, los avances. Sin embargo, eso ni inmutó a los visitantes, para asombro de la raza estelar. Tratados como huéspedes, se dedicaron a recorrer el planeta sin cambiar de color ante las maravillas que se les mostraban. Al contrario, el hidalgo empleaba su tiempo en tocar la vihuela, componer poemas y requebrar a las damas, en tanto que el cura no pensaba sino en disquisiciones filosóficas.

            Al cabo del cuento, los extraterrestres se veían obligados a deportar a aquellos dos, viendo que su juventud se corrompía ante su influjo. Que abandonaban los estudios, las investigaciones y el trabajo para dedicarse a las artes y a la polémica.

 

            Cuando lo leí, con cerca de 20 años de edad, pensé: buena metáfora de cómo nos va de pena a los españoles, siempre ganduleando y perdiendo el tiempo mientras otros se dedican a cosas útiles y progresan.

            Lo gracioso del caso –lo curioso de las bromas que gasta la memoria- es que ahora, cuarto de siglo después, se me ocurre lo contrario. Que lo tonto es deslomarse en exceso, amasar y acumular para nada (o más bien para otros, en el fondo). Que los listos en el fondo eran el cura y el hidalgo. Que ellos sí que sabían vivir la vida.