Una categoría de poesía muy particular

En las artes rige una variante del Principio de Peter, aquel que dice que la gente asciendo siempre hasta su máximo nivel de incompetencia. Eso es en las empresas. Pero el mundo está lleno de buenos actores empeñados en ser cantantes mediocres, buenos cantantes metidos a actores pésimos, buenos escritores convertidos en directores de cine infumables… Así que no teman, que no trataré de colocar aquí poemas que, por otra parte, no escribo.

            Dicen que además de procurar ser bueno en todo lo que uno hace, uno ha de procurar hacer aquello en lo que, por naturaleza, es bueno. Y nunca he tenido talento alguno para la poesía. No sólo para escribirla, cosa que es bastante normal, sino tampoco para leerla siquiera. Yo ya me había acostumbrado a ello, la verdad; es cuestión de la naturaleza de cada uno. Pero hubo alguien, alguien a quien yo quise mucho, que se empeñó en que eso no tenía que ser por fuerza así y que se prometió que, en su momento, me enseñaría a disfrutar de la poesía. Esa promesa no podrá cumplirse ya, y no por culpa suya ni mía precisamente.

            Puede que por eso he tratado de leer en estos últimos tiempos un poco de poesía. La red está llena de sitios de entusiastas de este arte, que cuelgan los poemas que más hermosos les parecen. Así que la gente como yo no tiene sino que acudir a parasitar en esas selecciones. En esta categoría de Poesías no trataré por tanto, como ya he dicho, de endilgar ripios de mi propia factura, sino colgar los poemas a los que mi limitado paladar haya encontrado buen sabor. Algunos de ellos serán de los recogidos por aquella persona de la que hablaba antes, que se empeñó en curar mi miopía poética – conociéndola, lo hubiera conseguido-. Otros serán de otras cosechas. Muchos, cuando los cuelgue, lo serán porque, de hecho, se los dedico a ella, en la medida en que algo ajeno se puede dedicar. No todos, quede claro, pero sí muchos de ellos. De hecho, esta categoría ha sido creada un poco pensando en ella. Hubiera puesto el grito en el cielo de haber encontrado que faltaba precisamente en mi bitácora.

Las mañanas grises

Madrid, a primera hora de la mañana, cuando hace frío de invierno, el cielo está cubierto de nubes de plomo y además llueve, se convierte en una ciudad de veras inhóspita. La luz es gris, el tráfico está atascado por todas partes. Y si encima tiene uno que ir a esas horas al hospital, es como si pasase visita a un purgatorio. La entrada misma es ya un hormiguero de gente que se apretuja en las puertas. Hay rostros apagados por todos lados, mala leche, y hasta las luces fluorescentes son más tristes. Supongo que los que trabajan en esos sitios están ya blindados contra ese ambiente y esas horas.

            Hoy había además huelga de metro. El caos de ciudad ha sido inenarrable. Por todas partes veía uno a gente resignada o furiosa, que había tenido que llegar al trabajo andando y bajo la lluvia. Una de las enfermeras que se encargan de extraer sangre para los análisis ha llegado muy tarde. Supongo que ha sido inevitable que tuviese unas palabras con algunos de los que se arremolinaban a la puerta de la cabina, desde hacía más de tres cuartos de hora.

            La cosa ha quedado ahí. Pero, minutos después, el tercero de la lista ha salido blanco de la cabina, apretándose con un algodón la muñeca. Rezongaba que la enfermera le había pinchado en la muñeca para vengarse, que le había hecho un daño tremendo. En realidad eso se llama gasometría, creo, y consisten en extraer sangre arterial, rica en oxígeno. Siempre duele mucho. Eso no lo sabía el hombre aquel, supongo. Y así es como se monta la gente sus pequeñas leyendas urbanas.

La memoria

Pocas cosas hay tan traidoras como la memoria. Se reajusta, varía y muta según pasa el tiempo. ¿Cuántas veces habremos tenido discusiones con alguien porque el recuerdo que esa persona tenía de un suceso difería de forma radical del que teníamos nosotros? Esa alteración de las memorias puede que sea un mecanismo de adaptación y tenga sus ventajas, no me cabe duda, pero a veces resulta un poco inquietante. En ocasiones puede caberle a uno la sospecha de que su existencia está edificada encima de arena, sobre recuerdos que sólo en parte son reales.

            Gore Vidal, en el comienzo de su novela Mesías, tiene un párrafo muy jugoso al respecto de la memoria, que dice así:

«Envidio a esos cronistas que afirman con despreocupada pero sincera desenvoltura: «Yo estuve. Vi lo que ocurría. Fue así». Yo también estuve, en todos los sentidos de la palabra, mas no me creo capaz de describir con alguna exactitud los diversos acontecimientos de mi propia vida, aunque aún los recuerde de un modo intensamente vívido… Quizá sólo sea porque creo que todos somos traicionados por esos ojos de la memoria, tan mudables y particulares como aquellos con los que miramos el mundo material, pues la visión va variando, como suele ocurrir, desde los primeros a los últimos momentos de la vida».
 

            Mejor glosado, imposible.

Cuaderno de bitácora. Entrada Cero.

Yo, supongo que como mucha gente, he tratado en diversas ocasiones, a lo largo de mi vida, de mantener un diario personal, y siempre he fracasado de forma miserable. Al final, terminaba por abandonarlo, a veces al cabo de sólo unas pocas anotaciones. El fracaso se debía, creo, a la imprecisión en cuanto a las intenciones y el tono narrativo que debía tener tal diario.

            Imagino que, como a mucha gente en mi misma situación, el diario me planteaba incógnitas que nunca llegaba a resolver. ¿Debía ser una recolección de pensamientos privados? ¿El registro de los sucesos que marcaban mi vida personal? ¿Se escribe un diario para uno mismo o para supuestos lectores que repasarán esas páginas cuando ya no estemos? ¿Hay que dejar que las expresiones fluyan o debemos dar un acabado formal al texto?

           Creo que era esa indefinición, el no saber con exactitud en qué terrenos situar el diario, lo que hacía que abandonase la tarea.

            Las bitácoras plantean algunos interrogantes parecidos, aunque no los mismos. De entrada, el hecho de estar en red, bien visible, las convierten en documentos para el público. Y eso obliga, por tanto, a un cuidado formal de las distintas entradas que las forman. Pero,  ¿para qué se escribe una bitácora?

            ¿Para consignar pensamientos, incidentes, como vehículo de vanidad personal, para dar fe de las opiniones de uno sobre distintos temas…? Si uno navega por el universo de las bitácoras, verá que todo eso está presente, junto con mil motivos más posibles. De hecho, parafraseando al refrán, hay veces que ciertas bitácoras son espejo muy nítido del alma de quien las mantiene.

            Así que, puestos a elegir, esta bitácora en concreto ha de ser un cajón de sastre en el que tendrán su sitio los temas más dispares. No un registro exhaustivo de nada y sí una balumba de anotaciones. El nombre de cuaderno de bitácora es, en cierto modo, de lo más apropiado para estas herramientas; sobre todo si lo que uno pretende es dejar por escrito las singladuras que realiza, a merced de los vientos y las corrientes de la vida, así como los monstruos y los prodigios, las islas y los espejismos, y ese sin fin de pequeños detalles que se va encontrando a lo largo de su periplo.