Algunos programas de conciertos que no están en las agendas culturales

            Vamos a dar un paseo por Madrid.

Si alguien pasa cualquier tarde de diario por la calle del Carmen, en Madrid, seguro que se va a encontrar, entre las puertas del Corte Inglés de arriba y la del FNAC, a un grupo de maestros tocando música clásica. Digo maestros porque tocan de manera magistral. Tocan violines, contrabajos, etc., y su número es variable; a veces tres, a veces cinco o seis, más a menudo cuatro. Por su aspecto, bien podrían venir del Este, de la debacle de esos países que ya no pueden sostener orquestas. Si pasan por ahí y tienen la suerte de que estén tocando el Canon, de Pachelbel, están de suerte. Yo siempre me paro y nunca dejo de echarles una moneda. Es un trabajo duro tocar en la calle, sobre todo en los inviernos de Madrid, cuando sopla viento del norte y la Sierra está nevada.

            Pero no se acaba ahí el paseo musical. Eso entre semana. Para fin de semana, el otro día estuve en el Rastro y también había música. Cerca de la entrada de Cascorro, había tocando de forma maravillosa uno de esos instrumentos de percusión hecho por cajas de resonancia bajo una serie de láminas de madera que se van golpeando. Soy consciente de que tendrá un nombre y que se podría describir con más precisión, pero yo de música sé más bien poco.

            Al poco, en la misma plaza, y en el espacio de pocos metros, encontré a dos parejas, latinoamericanas ambas. En ambos casos eran gente de edad, él tocaba y ella cantaba. Los primeros, él estaba sentado tocando el acordeón y ella de pie cantando. En el segundo la sentada era ella y él, de pie, tocaba la guitarra. Le faltaban varios dientes y llevaba en la cabeza una banda más o menos fucsia con lentejuelas. Las canciones, si están bien cantadas, y encima con acentos americanos, siempre suenan muy dulces. De dónde serían en concreto, no lo sé; pero todos pasaban bien los cincuenta años. Emigrar siempre es duro, pero, si se hace a esa edad, entonces es que la necesidad es grande. Así que no se olviden: echen una moneda o dos.

Una ribera y dos plazas

Esta mañana, una pareja de mejicanos, con aspecto de mejicanos, andaban bastante agobiados, tratando de que alguien les dijese dónde estaba la boca de Metro de Tirso de Molina. Como no les respondía nadie, estábamos en la misma plaza de Tirso de Molina y la boca del metro a cinco metros, yo se lo he indicado. Lo que no sabía esa buena pareja era que nadie les contestaba no por hostilidad, sino porque en domingo, a ciertas horas y en esa plaza, es mucho más fácil encontrar a alguien que no habla español que a un indígena. La plaza es aledaña al Rastro y, a esas horas, verdaderas hordas de turistas extranjeros se precipitan hacia la zona.

            En esa plaza, de toda la vida, he conocido una especie de contra-rastro, hecho de tenderetes anarcopunki, con la adición de algún gitano inevitable, que vende pilas y otras baratijas a la salida del metro. Está ahí desde siempre –referido ese siempre a mi experiencia-. Cuando iba hacia el Rastro, con diecisiete, ya estaban las mesitas, y ahí siguen. El problema es que han pasado muchos años. La verdad, ver tipos de cuarenta y tantos, con la barriga crecida y el pelo menguado, llevando camisetas del Ché sin mangas y con los sobacos al aire, crestas teñidas (en algunos casos ralas) y demás parafernalia, resulta chocante. Cada cosa tiene su edad, aún eso.

            Nada tiene de extraño que a los tenderetes anarcos se unieran, hace ya décadas, los punkis. Los primeros son a los anarquistas lo que los segundos a los nihilistas, una variante macarra y barriobajera de los mismos, y la fusión era casi inevitable. Pero luego ahí han ido recalando otras clases de gentes y productos ideológicos de más difícil explicación, desde grupúsculos comunistas a nacionalistoides. Han desaparecido tenderetes, puede que por fatiga o por la reforma última de la plaza. Ya se esfumaron, hace mucho, los chiringuitos troskistas, maoístas y demás. Y algún recambio ha habido.

            Hoy, precisamente, me he fijado que había una mesa ocupada en su mitad con libros de tangos y el resto con biografías (hagiografías más bien, supongo) de Fidel Castro, así como algunos folletos sobre un desaparecido en concreto en Argentina. Algo más allá, un puesto con un par de chavales más jóvenes que era como el paradigma de ese mercadillo. Tenían muñequeras y banderitas de ERC (sí, lo juro), ikurriñas, de la II República y de Jamaica (supongo que por la marihuana). Súmese todo eso a las sempiternas camisetas del Ché. Mayor batiburrillo de ideologías contrapuestas al anarquismo, imposible.

            Pero es que ese lugar se ha convertido en una especie de Parque Jurásico de doctrinas cansadas, estéticas caducas y movimientos contraculturales periclitados, cuyos últimos practicantes van ahí recalando y sumándose al resto. Y lo que me preguntaba hoy era si, cuando todo eso desaparezca, echaré de menos a esos fósiles. Supongo que no. Un día, algún año, pasaré camino del Rastro y, me daré cuenta, con cierta sorpresa, que hace ya tiempo que no veo a ningún tenderete de esos. Todo lo más, algún futuro cronista de la Villa le dedicará unas líneas en el futuro, tal que así: Hubo, entre el último cuarto del siglo XX y los primeros años del XXI, una especie de apéndice al Rastro, situado en la Plaza de Tirso de Molina donde se daban cita…

            No sé cuanto dinero puede uno sacar de vender productos así. Pero lo cierto es que el Rastro está lleno de tenderetes que venden las cosas más extrañas. Hoy mismo me preguntaba quién tiene el valor de parar en ciertos puestos y comprarse dos calzoncillos a tres euros, cuando todo el mundo le está mirando. La verdad, se necesita valor, al menos a mi entender. Además, hoy estaba hasta los topes. Yo me había acercado, aprovechando que el cambio de hora me daba tiempo. No contaba con que todos han hecho lo mismo y, a las once de la mañana, estaba atascado en plena Ribera de Curtidores. Eso, por listo.

            Más tarde he recalado en la plaza de Vara del Rey. Esa plaza despierta en mí recuerdos encontrados. Siempre ha habido ahí ropavejeros, quincalleros y gente vendiendo antigüedades. Pero lo que recuerdo de cuando tenía quince años, era ir y descubrir que había tipos que vendían monturas de gafas usadas. Eso podría parecer prosaico, si no fuese porque también vendían crucifijos de metal, de los que se ponen en los ataúdes. No sé si será cierto, pero un amigo me dijo por aquel entonces que tanto unas como otros procedían de los restos de cementerio, de cuando se abrían las tumbas, pasado el plazo, para echar lo que quedaba al osario.

            Ya han desaparecido esas cosas del Rastro, o hace mucho que no las veo. Además, en esa plaza hay cosas más agradables. En el centro, se encuentran cuatro o cinco puestos de minerales. Ahí me he detenido y, tras remirar, me he comprado una aguamarina, de Brasil decía la etiqueta. Me la he echado al bolsillo y ahí sigue.

            También en esa plaza, me he comprado una pulsera, de cuero y acero. El tipo me ha timado y me ha colado caucho por cuero. En todo caso, es bonita y me la he puesto. No me he enfadado. Primero de todo, porque, después de todo, ya de por si la pulsera es imitación de una de marca, mucho más cara. Segundo, porque a este nivel, cuando te timan en el Rastro, no te están en realidad estafando, sino haciendo valer la vieja tradición de engañar al comprador. Es una cuestión más bien deportiva.

            Además, hoy he salido del Rastro en empate, cosa que no se puede decir siempre. Un tipo ha tratado de venderme unas gafas de leer (de esas que llevas en el bolsillo, para no sacar las buenas; no me tengan por cutre) por el doble casi de su valor. Se lo he visto en los ojos y no he picado. Luego las he comprado en otro sitio por mucho menos. Así que salgo contento. 1-1.

            1-1. Y eso en mi caso es difícil. Pese a que tengo cara de mala uva, todo el mundo, desde que tengo uso de razón, ha tratado de timarme cuando voy a comprar algo. Es algo a lo que ya me he resignado. Puede que tenga además cara de tonto, o tal vez, precisamente porque tengo cara de mal genio, muchos vendedores no se resisten a la tentación de tratar de meterme un gol. Digo yo que será por eso.

De Alonso Pérez de Vivero

Con dos cuidados guerreo

que me dan pena y sospiro:

el uno cuando no os veo,

el otro cuando vos miro.

 

Mirándoos, de amores muero

sin me poder remediar;

no os mirando, desespero

por tornaros a mirar;

lo uno cresce en sospiro,

lo otro causa desseo

del que peno cuando os miro

y muero cuando no os veo.

Miedo al tren

El padre de un amigo fue militante del PSOE en los tiempos duros. Aún lo es, y quizá sean tiempos duros también para los que creen en ciertas ideas. Pero aquellos tiempos duros a los que me refiero eran los de Franco. Este hombre podría contar muchas cosas interesantes, ahora que se habla tanto de recuperar memorias históricas. Pero los que tienen ciertas cosas que contar pasan un poco del tema y, a otros, no les apetece demasiado que quede registro de ellas, así que supongo que se perderán muchas memorias.

            Este hombre nos podría contar, por ejemplo, eso de que, cada vez que el PSOE trataba de coordinar acciones con el PCE, y se reunían delegados clandestinos de uno y otro partido, al poco, la policía franquista detenía a esos delegados socialistas. Una y otra vez. ¿Casualidad o seguía la vieja política de que mejor rey de un corral que compartir una gran dehesa? Supongo que investigar eso resultaría muy incómodo.

            Pero no es la historia que quería contar. Este hombre, como muchos, pasó varias veces por la cárcel. Él parece no darle mucha importancia. Algo que le honra en un país donde ciertos individuos, que pasaron algunas detenciones puntuales, luego han hablado de haber estado en la cárcel del régimen franquista para legitimarse ante los que les acusaban de corruptos.

            El caso es que este hombre no le temía mucho a esas estancias de horas en comisaría. Eso no era peligroso. La historia que voy a contar se refiere a que, lo que verdaderamente le daba miedo era a subir solo al tren. Subir solo al tren. Puede que uno se quede atónito al oír esa frase. Pero, por lo visto, hubo unos cuantos enemigos del régimen que, viajando en tren, se tiraron o cayeron de los vagones en marcha y acabaron bajo las ruedas. Ahí hay toda una historia… que me temo que tampoco se contará jamás.

Lluvia

Anoche, tras muchos meses ausente, vino a visitarnos la lluvia. Primero fue una fina, el típico calabobos, justo al ocaso, que se fue convirtiendo en otra de gota gruesa con el paso de las horas. Y así ha estado hasta esta hora en la que escribo, alternando la lluvia meona con el chaparrón.

            Fue agradable estar anoche en casa, ya de madrugada, oyendo golpear a la lluvia contra aleros y cristales. Fue como el regreso de esos a los que, aunque importantes, sólo echamos de menos cuando faltan demasiado tiempo. Anoche, el sonido de la lluvia, goteando por todos lados, fue como un arrullo. Ahora sigue lloviendo. Tantas horas de agua han disipado el calor que pudieran haber acumulado aceras y fachadas. Se ha instalado por fin algo de frío. Un frío propio de la estación, húmedo y algo desabrido, que provoca de vez en cuando un escalofrío.

            También esto tiene su encanto, como lo tiene pasear por las calles de repente entreveladas y un poco tristonas, entre el caer de agua y de hojas muertas. Seguimos en otoño.

Un puñado de castañas

Ayer, volvía de desayunar con un amigo y, al subir bordeando por uno de los parques del barrio, me encontré de repente a mis pies, en la acera, una castaña. Había otra más allá y, al girar la cabeza, me di cuenta de que el suelo del parque estaba sembrado de eso, de castañas. En esa parte, los árboles son castaños y, en estos días, sus hojas amarillean unas y otras están directamente marrones. Y es la época en que caen las castañas.

            Sin poder resistirlo, entre a cotillear al parque. Sí, había ya muchas castañas caídas y, entre ellas, esas vainas espinosas, como bolas pinchudas, que las envuelven mientras cuelgan del árbol. Incluso las que habían caído sobre el césped se habían partido para dejar escapar el fruto del interior.

            Se me ocurrió que, en esta época, el otoño, las castañas, con esas envolturas de pinchos que al caer se parten, bien podían ser un símbolo perfecto de la vida y el renacer. De cómo llegado el momento de la supuesta muerte, el envoltorio se rompe, pero sólo porque ya no es necesario. Aunque esa unidad formada por árbol, envoltura e interior se disuelve ahí, eso no supone el fin sino que, muy al contrario, es el paso obligado para que el interior del fruto se libere y pueda generar nueva vida.

            Había una viejecita con una bolsa, recorriendo el parque, recolectando castañas. Yo, por mi parte, me contenté con coger cinco. ¿Y por qué cinco? Porque son las que caben en un puño. Un puñado de castañas. El resto, se los dejé a aquella buena señora.

            Recogí el puñado de castañas por puro instinto, pero en seguida se me ocurrió que sería un buen regalo. No todo el mundo es capaz de apreciar regalos de este tipo, tan humildes, pero que tanto implican.

            Recuerdo que allá por el 91 o 92, andaba yo en los petroleros y nos enviaron a cargar a la isla de Jarg, en el golfo Pérsico. Sadam Hussein había invadido Kuwait y Estados Unidos y sus aliados estaban reuniendo en el golfo un aparato militar imparable. Estaba a punto de desatarse la guerra y nosotros fuimos a esa isla, que es iraní, a cargar petróleo de calidad Iranian Heavy. Los iraníes habían librado una guerra muy dura hacía nada contra los iraquíes, una que les había costado creo que un millón de muertos. La isla de Jarg había sido uno de los blancos predilectos de la aviación iraquí y todavía mostraba los estragos de las batallas. Había agujeros enormes por todos lados, producidos por los bombazos, y barcos medio hundidos y quemados en la rada.

            La gente allí había sufrido mucho y vivía con lo justo. Nuestra compañía tenía un agente en la isla, un iraní. Este buen hombre, que vivía con su familia con pobreza, como casi todos allí, recibió en tierra al capitán y al primer oficial. Como no tenía nada que ofrecer y era hombre hospitalario, tomó un puñado de dátiles, producto de la palmera que tenía en su patio, y se los dio a nuestro capitán, a modo de regalo. No tenía otra cosa con la que demostrar hospitalidad.

            Nuestro capitán, que era un pobre necio (así, con todas las letras), lo primero que hizo apenas zarpó nuestro barco fue tirar a la basura aquellos dátiles. El bueno del agente se puede decir que se sacó casi de la boca esos dátiles, para regalárselos, y eso es lo que este gañán hizo con ellos. Hay gente incapaz de entender el espíritu de las cosas, y que en ciertos regalos, lo material es sólo un soporte de otras cosas. Por eso decía que hay gente que no sabe entender los regalos humildes. Tampoco son dignos de ellos.

            Pero, en mi caso, no hay cuidado. Yo sé a quién regalo las cosas. La persona a la que le voy a regalar ese puñado de castañas sabrá apreciar el gesto en lo que vale, y sabrá todo lo que significa.

Una mala comunicación II

Esta historia ocurrió en uno de los barcos en los que estuve, palabra.

Comenzó una mañana, navegando frente a la costa de África del norte, en la cámara de oficiales, a la hora de la comida. El jefe de máquinas apareció tarde, como era su costumbre, vestido con el mono, tan sucio como también de costumbre, algo que el capitán le permitía, no porque fuese especialmente bueno en su oficio o entrañable, sino porque llevaban los dos mucho tiempo navegando juntos. Según se sentó, a partir el pan con sus manazas llenas de grasa, el primer oficial, que debía tener mala resaca, le espetó sin más.

-Oye, para qué diablos necesita el mecánico esos dos bidones de la popa, los de las válvulas. –Se refería a dos bidones de aceite, vacíos y privados de tapa, en el que los mecánicos de abordo iban echando las válvulas de la máquina viejas y ya inservible, simplemente, supongo, por seguir esa costumbre de los barcos, de guardar todo lo inútil.

-Que yo sepa, para nada –respondió aquel cochino, con el hocico ya metido en el plato.

-Entonces, –Y el primer oficial se volvió al capitán-, hay que decirles a los reparadores que los tiren al mar. Lo único que hacen es estorbar.

Y el capitán, que prefería no buscarse problemas, no le contradijo y, de hecho, se fue a buscar al jefe de los reparadores. Estos eran casi una veintena de currantes, embarcados para todo el viaje, para hacer chapuzas en aquel petrolero, que era más viejo que la tana y debiera estar pensando en el desguace. Le dijo:

-Mande unos hombres a popa, y me tira los bidones que hay ahí. Que molestan.

No mucho después, un servidor, que entraba de guardia, mientras dábamos el relevo, tuvo la ocurrencia de salir al alerón. Me apoyé, a respirar un poco de aire marino, porque era un día agradable y, al volver los ojos a popa, vi atónito como una marabunta de reparadores, con sus buzos mugrientos, estaban tirando bidones como desesperados al mar.

Resulta que a popa, además de los dos bidones, que estaban amarrados a la borda, había 50 bidones de aceite de reserva, para la máquina, de 250 litros cada uno, estos amarrados a la toldilla. ¿Qué pasó? Que los reparadores, ignorando los dos bidones llenos de hierro inservible, estaban desamarrando los bidones de aceite y fondeándolos (lanzándolos al mar).

Entré a toda prisa en el puente. Ahí estaba el segundo oficial, repasando sus anotaciones. Le dije.

-¡Los reparadores están fondeando los bidones de popa!

Y el segundo oficial, que había estado presente en esa comida, pensando que yo me refería a los dos de las válvulas rotas, sin levantar la nariz del cuaderno de bitácora, respondió de pasada.

-Sí. Se lo ha mandado el capitán.

Yo me quedé boquiabierto. Pero bueno, había visto cosas muy raras en aquel barco tartanoso y desquiciado. Así que, tras unos segundos musité.

-Bueno, si lo manda el capitán… él sabrá lo que hace.

Y me desentendí del asunto para enfrascarme en la guardia. Así, unos por otros, por problemas de comunicación, por creer que nos habíamos entendido, se fueron al mar 1250 litros de aceite para la máquina. Una fortuna. 50 bidones enormes flotando. Un peligro para la navegación. Y un delito según las leyes. El jaleo que se armó cuando se descubrió el pastel fue bueno, y hubo apuros y gritos durante semanas.

Pero eso ya es otra historia.

Como los gatos

Ayer, una amiga te envió unos párrafos escritos por cierta persona; esa misma, la que está en tu pasado y, sin embargo, sigue tan presente. Al leer esas líneas, en las que también se te menciona, te dio por pensar en lo mucho que esa persona tenía de gato.

            Como los gatos, apareció una noche en los tejados de tu vida, curiosa, con algo de recelo e incluso un punto de desdén. A la manera de los gatos, en cuanto cogió confianza, se coló sin dudarlo por la ventana, se hizo el amo del lugar, encontró sus lugares favoritos en ti donde acurrucarse y tampoco te libraste de alguna trastada. Acabó por hacerse parte de tu vida y a su vez, en cierta forma, te convirtió en su casa. Casa a la manera de los gatos, a la que acudir sin horarios ni preguntas; si asomas bien, y si no lo haces, ya asomarás, unas veces ronroneando y otras a lamer heridas. A cambio, te aceptaba tal como eras, con tus cosas, tal como hacen los gatos.

            Era un ir y venir, un ciclo propio de existencia, al compás de mareas producto de lunas privadas. Hasta que toco separarse, aunque no era ese el deseo de ninguno de los dos. Pero ocurre que ella, como los gatos, era andorrera, y todo el mundo sabe que en el camino de los gatos puede cruzarse en cualquier momento un estúpido coche.

            Y ahí se quedó la ventana, abierta, sin nadie aparezca ya en ella a horas intempestivas y sin dar explicaciones, a la manera de los gatos. Y así fue como la casa se enfrió, expuesta a los vientos; pero, sobre todo, lo que se quedó fue mucho más vacía.

Estacional

Hablaba el otro día del estío y hoy hemos tenido en Madrid un día que ha sido perfecto representante del mismo. Esta mañana soplaba un aire agradable, los cielos estaban despejados, tenían un color especial; de hecho, toda la atmósfera tenía una cualidad propia de esta época, un algo traslúcido, una luz peculiar.

            A la tarde bajé dando un paseo. El cielo seguía azul y limpio, y ya se iba poblando de nubes altas: cirros, a los que supongo que seguirán cúmulos y, en tres días, fresco y lluvia. Vivo en un barrio muy arbolado; hay árboles de todos los tamaños y clases entremezclados: tenemos chopos, castaños de indias, moreras, sauces, pinos, abetos, cipreses, hasta creo haber visto un laurel. Debe haber muchas más especies, claro, pero los conocimientos sobre el tema de un urbanita como yo son limitados.

            El caso es que ahora, con tanto árbol y tan variado, las calles están pobladas de colores. Cada especie tiene su propio tono de verde. Hay que pararse a mirar para darse cuenta de cuantos verdes puede haber. Ahora, en pleno estío, se junta todo eso con que los follajes de caducifolios van ya amarilleando unos, volviéndose rojizos y parduscos otros, en tanto que los de los perennes siguen verde oscuro.

            Luego pasará esta estación imprecisa, llegará el otoño profundo, tan teñido de melancolías, y luego el invierno de ramas peladas y fríos duros. Pero no hay que lamentarlo, hay bellezas que son efímeras y eso sólo las hace aún más bellas.

Canción del Conde de Cifuentes, estando cautivo, a su mujer

La que tengo no es prisión,

vos sois prisión verdadera:

ésta tiene lo de fuera,

vos, señora, el corazón.

 

Esta me tiene forzado

tanto cuando Dios quisiere,

Y vos, señora, de grado,

cautivo mientras viviere;

de ésta, libertad se espera

y en vos no hay redención

pues que sois la verdadera

cárcel de mi corazón. 

 

 

P. D. Este es el poema que Alonso de Silva, conde de Cifuentes, le dedicó a su esposa, estando prisionero de los moros de Granada, entre 1483 y 1486.