Quinta estación

He salido esta noche algo después de las diez y el otoño había llegado de golpe. De andar en pantalones pesqueros y chanclas, me he encontrado que con una camiseta y sobrecamisa sentía frío. Pero era más que eso; había llovido, las calles estaban mojadas y casi desiertas: pasaban pocos coches y no había prácticamente nadie por las aceras. Se acabó el verano con terrazas hasta tarde y gente paseando. El cielo era oscuro, lleno de nubes blancas que pasaban a gran velocidad, empujadas por el viento.

            El año pasado, por estas mismas fechas, hacía calor sin embargo. Un calor pesado y sofocante, no podría olvidarlo. Eran los últimos coletazos del verano; coletazos como lo de las tarascas.

            Todas estas variaciones se deben a que, en el fondo, no estamos en otoño. No. Estamos en la quinta estación: el estío. Astronómicamente hay cuatro estaciones, pero en realidad hay cinco, y el estío es esa que se encuentra a caballo entre el verano y el otoño, y que comprende desde los famosos veranillos hasta estas lenguas de clima casi invernal que se cuelan de repente. Es el tiempo en que las hojas empieza a amarillear y el azul del cielo cambia de tono. Es la estación más hermosa del año –a mi juicio, claro-. La de la decadencia de las cosas, la del principio del fin y, por tanto, la que hace intuir un nuevo comienzo. La de los recuerdos, la de la resignación y las añoranzas. La del eterno retorno.

Hyd e-Park

Es un juego de palabras bastante chusco, pero define muy bien en lo que el mundo de las bitácoras en red se ha convertido para no pocas personas. Hyde Park, nos han dicho siempre, es un parque famoso de Londres en el que cualquiera puede acercarse y, con libertad, echar su mitin y vocear a quien quiera escucharle su particular visión del mundo, sus problemas y las soluciones que el orador entiende mejores. Y las bitácoras se han convertido, para muchos, en púlpitos desde los que aleccionar a los cibernautas acerca de los más variados temas.

            A mí no me parece ni bien ni mal. Una de las ventajas de la red es que todo está a un par de clics y que todo es evitable, precisamente, no haciendo clic. Lo que no nos interesa, no los visitamos. Otra cosa es el impacto que puede tener sobre terceros, porque cualquiera puede largar por su boca –por su teclado en este caso- y en seguida lo repiten otros, sin comprobar si lo dicho es cierto o no.

            Me prometí desde el principio que esta bitácora no iba a ser un púlpito de esos, para dar salida a las necesidades aleccionadoras que muchos sienten. No es que yo sea mejor o distinto, es que ya me soportan mis amigos en las charlas de taberna, así que no hay necesidad de pontificar dos veces. En mi descargo digo, precisamente, que no es lo mismo opinar sobre ciertos temas en una tertulia de bar, donde cada cual es libre de decir lo que piensa, puesto que es un ámbito privado, que dar esas mismas opiniones en público, y las bitácoras están abiertas al público. En ese caso hay que guardar no sólo unas formas, sino también tomar la precaución de estar mínimamente informado.

            En todo caso y volviendo al título, tengo entendido que son o eran tantos los iluminados que acudían a Hyde Park, que era o es una atracción ir a verles desbarrar. Así quizá debiéramos tomarnos las bitácoras de autoproclamados popes de los más diversos temas, desde la literatura a la política. Si no los ignoramos, en vez de indignarnos, coger la bolsa de palomitas y reírnos de sus dislates, revolcones y gruñidos, tal como hacemos ante la jaula de los monos. Como en este último ejemplo, es inevitable que los simios lancen de vez en cuando excrementos, y alguno puede acertarnos. Pero no nos quejemos: no hay diversión sin riesgo.

Tragedias pequeñas

El otro día un tipo mató a su mujer en Andalucía. Hoy salía el entierro en la televisión. Los únicos que acompañaban al féretro eran algunos parientes políticos (familiares del que la mató), porque la pobre mujer carecía además de familia.

Hay una gran diferencia entre tragedia pequeña y pequeña tragedia. Supongo que no hace falta que explique cuál es.

Una mala comunicación

Hará tres o cuatro años leí en el periódico que un hombre con el que navegué en tiempos, se había ahogado. Era tripulante de un pesquero pequeñito que naufragó en las costas gallegas, supongo que mientras se dedicaban a la bajura. El caso es que este hombre y yo coincidimos en un petrolero allá a comienzos de los 90.

            Entonces, él era bombero –lo que en la marina significa que se encarga de las bombas para el trasiego de petróleo, y no del apagado de incendios, como en tierra- y lo que voy a contar sucedió mientras cargábamos junto a una de las plataformas de Abú Dabi, en el Pérsico. Alguna de las alarmas debió saltar, porque el capitán me envió con un bombero, este hombre, al cuarto de bombas, a comprobar que todo estaba bien. Eran ya horas altas de la noche, y llevábamos un montón de horas en pie, con los mil problemas que dan esas operaciones en barcos muy grandes y demasiado viejos.

            Los cuartos de bombas están, para entendernos, en lo más hondo de pozos que corren de arriba abajo toda la altura de los petroleros. Hay que bajar por tramos y tramos de escaleras, hasta llegar ahí abajo. Cuando lo hicimos, fue para encontrarnos con que en una de las tuberías, de puro vieja, se había abierto un poro; es decir, un pequeño agujero por donde escapaba el petróleo. Yo, que era el oficial, llamé al puente para informar y me dijeron que iban a ordenar a la sala de máquinas que parasen esa bomba. También nos pidieron que nos quedásemos a comprobar que se detenía la fuga.

            Así lo hicimos. El problema fue que comenzaron a pasar minutos, el petróleo se seguía escapando, el poro se hacía cada vez más grande, y allí no se detenía nada. Llamé una vez al puente y me dijeron que iban a insistirle al maquinista de guardia. Y sí, pero nada. Así que, con cada vez más petróleo allí abajo, el bombero y yo nos miramos una vez y, sin cambiar palabra, salimos los dos corriendo, escaleras arriba.

            El problema de esas fugas de petróleo es que parte se convierte en gases. Y esos gases no huelen pero matan. Dicen los que han visto morir a hombres por culpa de escapes parecidos que no los notan, que de repente se caen redondos, como pajaritos en las minas con grisú. A mi no me parece una muerte envidiable. Así que fue una carrera realmente horrible, con la lengua fuera, subiendo tramo tras tramo de escalera, con la idea de que, en un momento dado se podía apagar todo, para siempre.

            Llegamos arriba ahogados, empapados en sudor, y mira que se suda en el Pérsico. Luego pedí explicaciones de qué había pasado. Por lo visto, los del puente habían olvidado decir que había que parar la bomba de inmediato, porque había una fuga, y hombres allá abajo. Y el maquinista, que estaba a diez cosas y al que los mandos de las bombas le pillaban algo retirados en aquel momento, decidió por su cuenta y riesgo que ya la pararía… cuando tuviese tiempo. En fin, son cosas que pasan. Al día siguiente coincidí con él en la comida y no le dije nada. ¿Para qué?

            El caso es que cuando llegamos arriba el bombero y yo, y salimos a cubierta, a respirar ese aire recalentado, lleno de olores salinos y hedor a combustible, que es tan típico de las cargas en el Pérsico, nos quedamos un buen rato junto a la borda, jadeando. Recuerdo perfectamente que me dijo entonces, casi sin resuello.

            -Esto es demasiado para mí. Lo llevo pensando y, en cuanto pueda, dejo esto. Voy a contenerme un poco, a ahorrar algo y a hablar con amigos, a ver si me buscan algo en la pesca. Será mejor que esto, y encima podré estar más con la mujer y los chicos.

            Luego yo me desembarqué y no volví a saber nada de él hasta que leí su nombre y dos apellidos en la noticia del periódico. Así que supongo que logró dejar la mercante y conseguiría un puesto de marinero o mecánico –ahí no lo decía- en cualquier pesquero, que él consideraba más seguro.

            Ya ven cómo son las cosas.

La caricia perdida

Se me va de los dedos la caricia sin causa,

se me va de los dedos… En el viento, al pasar,

la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida, ¿quién la recogerá?

Pude amar esta noche con piedad infinita,

pude amar al primero que acertara a llegar.

Nadie llega. Están solos los floridos senderos.

La caricia perdida, rodará… rodará.

Si en los ojos te besan esta noche, viajero,

si estremece las ramas un dulce suspirar,

si te oprime los dedos una mano pequeña

que te toma y te deja, que te logra y se va.

Si no ves esa mano, ni esa boca que besa,

si es el aire quien teje la ilusión de besar,

oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,

en el viento fundida, ¿me reconocerás?

Alfonsina Storni

Casualidades

El puente de la Asunción es cuando más vacío se queda Madrid: los que están de vacaciones aún no han regresado y los que las comienzan ya han salido. Unos por otros, las calles vacías. Y yo, como soy un listo (por si alguien no lo sabe, hay una diferencia notable entre ser un listo y ser listo; de hecho, son casi antónimos) tuve ayer el siguiente razonamiento: Madrid está vacío y, si me voy a comprar a última hora, seguro que no hay ni Dios en el hipermercado y no tengo que esperar cola.

            Y no. Me acerqué al Carrefour (no soy hostil al pequeño comercio, pero ellos mismos parece que sí, puesto que todos cierran y se largan en agosto, de forma que no puedes comprar una mísera lata de atún en tienda) cerca de las nueve de la noche. Como es lógico, si quedamos cuatro en Madrid, allí nos habíamos juntado todos, a comprar. Un espanto. Tardé un cuarto de hora sólo en conseguir una mísera cesta. No quedaba pan (lo que me puso de un humor de mil demonios) ni ensaladas. Había muchos expositores casi vacíos. Olvídate de las ofertas, claro: ya volaron. Y encima tuve que guardar una buena cola.

            El caso es que regresaba a casa con las bolsas, no cabreado, sino de humor filosófico, que es uno que gasto cada vez más, cuando de repente vi, ahí adelante, destellos de luces de policía y revuelo de gente. ¿Qué había pasado? Que el viento que se levantó ayer, por alguna razón, había derribado un árbol sobre la acera. Uno muy grande; se había desplomado y causado daños a un automóvil aparcado. Por fortuna no alcanzó a nadie. Fue en la calle por la que voy de casa al centro comercial. Así que, en algún momento entre el ir y el venir fue cuando el árbol se vino abajo.

            La reflexión es la siguiente: De haber sido los tiempos, de no haber habido demoras, ¿me hubiera pillado ese desplome? ¿Debo la vida acaso a la codicia comercial, que siempre tiene a poner menos cestas de las necesarias, o tal vez a ese estúpido instinto gregario, que nos lleva a agolparnos a ciertas horas y en ciertos lugares, pese a tener toda una ciudad medio vacía para nosotros solos?

            No es un pensamiento demasiado agradable ese de que pueda deber la vida tal vez a eso. Pero tampoco lo es lo contrario. No me parece una forma muy digna de morir, esa de ir subiendo una cuesta, con un par de bolsas de la compra, y perecer aplastado por la caída de un castaño de indias de más de quince metros de alto y casi uno de diámetro. Sería lo que me faltaba, así que me quedo con la primera opción, aunque tampoco sea muy lucida.

De sonidos y ruidos. De burros y hombres.

Hablaba el otro día de sonidos evocadores, que le llevaban a uno a otra época. Caso bien distinto son ciertos ruidos, que siempre parecen haber estado, y parece que perdurarán con el paso del tiempo. El estruendo del camión de basura, cuando acude haciendo rodar el tambor, demasiado pronto por la mañana, y los golpazos de contenedores que le acompañan, junto con las conversaciones a voz en cuello, a veces, de los basureros. Las voces de madrugada de los borrachos y las risotadas histéricas de los que salen tarde del irlandés que hay al otro lado del descampado. Los ladridos de malditos perros y los gritos de no sus no menos malditos años. Los dominicanos que te aparcan casi bajo la ventana, a las cinco de la madrugada, con las puertas del coche de par en par y la música salsa sonando a todo volumen, que te despiertan. Y a mí, encima, no me gusta la música salsa…

            Dicen que no siempre llueve a gusto de todos. Añado que no siempre «no llueve» a gusto de todos. Porque todos esos que he mencionado comparten una característica. Comenten sus fechorías decibélicas bien entrada la noche, y le sacan a uno del sueño, o de los sueños. Así que lástima que, en pleno desmán sonoro, no descargue una buena granizada –o mejor pedrisco, que es granizo pero más gordo- y les alcance en plena cabeza y en el descampado, donde no hay donde resguardarse. No pido que les cause daños serios, desde luego. Sólo que les descalabre, como escarmiento. Aunque dudo que así aprendan. Los burros aprenden a palos, dicen. Algunos humanos ni con esas.

Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos

Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos,

Que son dos hormigueros solitarios,

Y son mis manos sin las tuyas varios

Intratables espinos a manojos.

No me encuentro los labios sin tus rojos,

Que me llenan de dulces campanarios,

Sin ti mis pensamientos son calvarios

Criando cardos y agostando hinojos.

No sé que es de mi oreja sin tu acento,

Ni hacia qué polo yerro sin tu estrella,

Y mi voz sin tu trato se afemina.

Los olores persigo de tu viento

Y la olvidada imagen de tu huella,

Que en ti principia, amor, y en mí termina.

Miguel Hernández

 

 

 

Silencios cómodos

En contra de mi costumbre, me detuve en el sitio de siempre a tomar una copa. Contrario a la costumbre no es el detenerse, que lo hago a menudo, sino tomarme la copa tan pronto. Pero eso no viene al caso.

Al caso viene que estaba sorbiendo la ginebra con tónica y, de repente, mi vi contemplando a una pareja sentada en una de las mesas. Eran más jóvenes que yo, supongo que andarían mediando la treintena, aunque soy malo calculando edades. Ella rubia, no sé si decir guapa, pero sí interesante, al menos según mi criterio. Él del montón, con un poco de barriguita y gafas. Ya sé que reparo más en ella que en él, pero soy hombre y los hombres solemos despachar la descripción de nuestro género con un par de capotazos.

La cuestión es que esos dos estaban callados. No cruzaban palabra. Pero, al revés que muchas parejas que uno ve en esa situación, no parecía deberse a agotamiento de temas de conversación. Se les veía cómodos. Era una situación natural. Y tuve la sensación de que era una de esas raras parejas que están tan compenetradas, tienen tal grado de naturalidad, que pueden tener que hablar o no, sin que eso signifique ninguna incomodidad. Que eran capaces de compartir, incluso, el silencio. Y eso es algo muy raro.

Tan raro, tan escaso, tan valioso eso de compartir el silencio en pareja que no pude por menos que sentir envidia. Envidia no sana, porque la envidia nunca es sana, pese a lo que digan. Pero se me puede perdonar, porque fue un momento y porque es comprensible. ¿No?

Aguacero nocturno

Anoche, de madrugada, me despertó la lluvia. Fue el rugido del agua, porque caía en tromba, tal como suele suceder con estas tormentas de verano. Había estado todo el día pesado, plomizo, de un calor insoportable. Cuando abrí los ojos, había refrescado mucho de repente, olía a tierra mojada, la lluvia caía en aguacero y las cortinas ondeaban en un viento que acababa de levantarse. Precisamente ayer mismo coloqué esas cortinas, son nuevas, blancas, traslúcidas como gasas, de forma que se agitaban en la medio oscuridad de la habitación como banderas fantasmas.

Me fui a la ventana, me quedé apoyado en el alféizar, mirando llover. El chaparrón barría en cortinas de agua el descampado frente a mi casa, y los coches relucían mojados. Grandes gotas me salpicaban las manos. Me quedé allí un rato, mirando, sin pensar en nada. Luego me volví a la cama. Había refrescado tanto que se estaba agradable. Debí dormirme en seguida. O eso supongo. Al menos, ya no recuerdo más nada.