Mito, estación y magia social

Cada uno celebra estas fiestas como sabe, quiere y puede. Y a mí me gustaría despedir el año con un pequeño relato (no un cuento, sino contarles algo que me ocurrió el otro día) y desearles una buena entrada de Año Nuevo.

            Verán. El origen directo de nuestra Navidad está en las orgiásticas Saturnalias romanas. El fin de año puede que también esté relacionado con ellas y, en todo caso, el por qué termina a estas alturas del ciclo solar, se debe a la guerra de Numancia (otro día si quieren hablaremos de ello). El caso es que todos estos festejos están bien distantes de ser las fiestas familiares y recogidas que algunos claman que eran.

            Existe el mito de lo milagroso de estos días. Se supone que en esta época ocurren portentos de bolsillo. Algunos le llaman espíritu de Navidad y, de alguna forma, ha echado raíces en el ánimo de las gentes (como lo ha hecho en muchos cierta pena o melancolía. Al socaire de estos días, de rebote, se recuerdan épocas mejores y a los que ya se han ido y con los que compartimos momentos felices).

            Es un mito popular, sólo eso, supongo. Digamos que los pequeños prodigios ocurren en todas las fechas, solo que ahora hay cierta tendencia a reparar más en ellos. Desde la lotería que le toca al desahuciado a las salvaciones milagrosas. Aunque puede que, a fuerza de medio creer tantos en ella, cuaje una atmósfera con un punto mágico. Y de ahí vamos a saltar a ese pequeño relato que quiero contarles para despedir el año. No son más que unas líneas.

            El otro día volvía a casa muy tarde, sobre las seis de la madrugada. Hay, cerca de mi casa, una churrería móvil; uno de esos contenedores que se instalan en estos meses. El caso es que al pasar, vi la puerta abierta. Yo tenía algo de prisa y, la verdad, pensé que los churreros ya estaban trasteando, con la trampilla cerrada, preparando la jornada.

            Pero, al día siguiente, volví a pasar cerca del mediodía. Reparé entonces en que la puerta seguía abierta, más o menos en el mismo ángulo. Supongo que los churreros la habían cerrado mal y ese día, encima, no abrieron hasta la tarde, así que eso estuvo abierto toda una noche y una mañana.

            Me acerqué con cautela, a echar un vistazo, suponiendo que les habrían robado todo. Pero no. Ahí estaban intactos los aparatos, el azúcar, la materia prima para la masa, los bricks de chocolate… Mi barrio no es conflictivo; pero tener un establecimiento abierto una noche entera y que no te roben es tener suerte.

            Suerte o que el espíritu, o el númen, o la magia atmosférica colectiva echó una manita a esos churreros despistados. Eso sin duda.

A veces así se cuelan los recuerdos

Por alguna razón, esta mañana de Navidad me he despertado bastante pronto, como a las diez. Me he llegado a la terraza. Hacía un día de sol y frío, y, en el edificio de enfrente, había un niño mirando por la ventana. Llevaba un pijama de esos ceñidos, un esquijama, y esa simple visión ha sido suficiente para hacerme retroceder con el recuerdo en el tiempo, a navidades ya muy lejanas.

            Lo llaman gatillo o disparadero, creo. Un detalle hace que recordemos algo. En este caso, se han conjugado la visión del crío y en pijama, y el olorcillo a metal caliente de las calefacciones, que asocio también a mi infancia en invierno y en este piso. Aquí viví una parte de mi niñez y luego, décadas después, he vuelto. Las mañanas de Navidad y de Reyes, precisamente, uno veía por las ventanas abiertas de las casas de enfrente una multitud de niños en pijama correteando en busca de regalos. Así que supongo que eso se asoció de alguna forma, en mi cabeza, con la Navidad y esta casa. Por eso, esa sencilla imagen ha bastado para enviarme muchos años atrás, a cuando yo mismo era un niño que iba en pijama y descalzo, por el entarimado, buscando los regalos que pudieran haberme dejado los Reyes, pese a que aún sólo era el día de Navidad.

            Ha sido sólo un momento, un fogonazo, y después he vuelto. Pero, en ese instante, lo he sentido hasta en los huesos.

            Es curioso cómo funciona la mente.

Feliz Navidad

Hace no mucho, yo era de los que quiso coger por costumbre el saludar en este periodo con un ¡Feliz Solsticio!, pero la economía de lenguaje –ese gran enemigo del idioma artificial que, hoy en día, con tanto ahínco tratan de imponernos desde el poder- me hizo derivar hacia un ¡Felices Fiestas! con rapidez. Me ha venido eso a la cabeza porque, justo ahora, está en el candelero la supuesta inconveniencia (según algunos) de usar ciertas expresiones o símbolos, so color de que pueden ofender a confesiones distintas a la católica o a los no creyentes.

            En la declaración de intenciones de esta bitácora ya dije que no pensaba utilizarla como púlpito laico para lanzar soflamas. Y lo voy a mantener. Pero, después de todo, Las Islas sin Nombre es una bitácora personal y, en lo personal, es imposible que esté ausente la reflexión. Así que voy a echar mi cuarto a espadas sobre el asunto de la Navidad. Lo haré como reflexión y voy a agradecer que los comentarios eviten la acritud, la acidez, la palabrería extrema. Aunque, claro, cada uno es como es y quizá no fuera acertado prohibir eso. Pero la bitácora es mía y en lo mío no quiero broncas, así que aviso a los navegantes: al primer indicio de jaleo cortaré por la sano, si eso llega a ocurrir en las respuestas a alguna entrada. Pero vamos a la Navidad.

            De entrada, es un desacierto sustituir Navidad por Solsticio. La fiesta se celebra la noche del 24 al 25, cuando el Solsticio tiene lugar la del 21 al 22. Echo mano a conocimientos algo oxidados pero lo que se celebra en realidad es el Perihelio, el momento en el que la Tierra está más próxima al Sol. El Solsticio de Invierno, en cambio es el instante en que el Sol está más bajo en la Eclíptica (23º 27’ de declinación sur) y comienza su ascenso.

            Además, las fiestas navideñas no proceden de ahí. En realidad suplantaron a las Saturnalias, unas fiestas romanas de carácter bastante orgiástico. Ante la imposibilidad de borrarlas, los cristianos optaron por colocar ahí el nacimiento de Cristo, para por lo menos cristianizarlos. Así que si se quisiera desandar el camino, habría que gritar algo así como Io Saturnalias! Pero me temo que tal solución no satisfaría a los laicistas, pues sólo sería sustituir una expresión cristiana por otra olímpica (de la religión del Olimpo, no de los juegos).

            Lo que no entienden ciertas mentes es que, con algunos símbolos y vocablos, el problema es, precisamente, que cambian de significado. Que desbordan su significado original y, por eso, pierden su cualidad de elemento distintivo y aglutinador del grupo. Navidad ya representa a estas fiestas, más que una celebración puramente cristiana, construida sobre otra pagana más antigua. Y, respecto a esto de las palabras y los símbolos, dos ejemplos.

            El primero es la palabra Ojalá. Es una exclamación que tenemos todo el día en la boca los españoles y deriva de un vocablo árabe que significa lo quiera Alá. Y lo usamos todos los días gente que no tenemos nada, pero nada, de musulmanes.

            El segundo es el árbol de Navidad. Creo que eso está como símbolo navideño gracias al poeta alemán Schiller. Inmerso en el movimiento romántico de su época, rescató un símbolo pagano, la rama de muérdago, para marcar distancias respecto a un cristianismo que le resultaba restrictivo. Como el muérdago era difícil de conseguir, no tardó en ser sustituido por ramas de abeto. Y de ahí al abeto y luego al árbol en general, fagocitado con rapidez por la Navidad cristiana.

            Son dos paradojas, buenos ejemplos de la deriva simbólica y lingüística, propia del devenir humano. Con la Navidad pasa igual y, su problema, desde un punto de vista religioso como fiestas, es que se ha hecho mundial y corre bastante aparte de su intención original.

            Yo, por hablar de mí mismo, no soy cristiano. Soy, además, partidario de un estado laico y una escuela laica. Eso no me legitima ni una pizca más para todo lo que he dicho que a un cristiano, por supuesto. Era un preámbulo para hacer mención a ciertos sucesos y actitudes sufridas estos días, como la profesora o directora de colegio que le tiró el belén a unos alumnos. Comentar al respecto, sobre gente así, que el hecho de que viajen por el mismo camino o en la misma dirección, no les convierte en compañeros nuestros de viaje, ni implica que se dirijan al mismo lugar que nosotros.

            Y, dicho esto, les deseo una Feliz Navidad.

De repente la nieve

He vuelto ahora mismo a casa y resulta que está nevando. Son la una y algo de la madrugada y me he detenido un momento, a mirar cómo, contra las farolas anaranjadas, caen los copos blancos. Son pequeños, caen con mansedumbre y resultan encantadores en estas fiestas. Cuajará o no cuajará, depende. Pero a mí me han dado una alegría, puede que un poco melancólica, pero una alegría.

            En la calle sólo estábamos un borracho, que casi no se tenía, un gato gordo a rayas, que ha cruzado cansino la calle, aprovechando la ausencia de coches, y yo, que quizá estaba embobando mirando la nevada.

            Ahora levanto la persiana. Sigue nevando. Me gustaría que mañana hubiese un manto blanco. No tardaremos en saberlo.

Soy un desastre

Eso, que a veces soy un verdadero desastre. Esta semana que acaba, desde luego, lo he sido. Será porque tengo la cabeza puesta en otras cosas. El lunes fui a visitar a una amiga, convaleciente ya en su casa de una operación, y me dejé la billetera en el taxi. Así que mi amiga, a la postre, además de invitarme a comer, tuvo que dejarme dinero para el taxi de vuelta. Vaya negocio que hizo…

Al día siguiente me serruché un pulgar, cortando rebanadas de una cebolla para la ensalada. Eso es lo que les pasa a los listos y los vagos que desdeñan usar las tablas de cortar. El miércoles salí de casa pensando en mis cosas, y me dejé la llave dentro, puesta en la cerradura. Así que, al volver, ni con otra llave se podía abrir. Para mi vergüenza, se acabó movilizando media escalera, tratando de ver la forma de abrir o de entrar por una ventana. Menos mal que el vecino de abajo logró abrir con una hoja de plástico. Ya me veía pagando un dineral a un cerrajero de emergencia, que hubiera hecho justo eso mismo.

            Remató la semana demorando comprar billetes a Barcelona. Dejé pasar los días y el jueves caí en la cuenta, con horror, de que la semana que viene es Navidad. Ya no había billetes de vuelta para el viernes, excepto en el tren de las siete de la mañana, en primera. Esta vez no me ha salvado nadie ni nada: he tenido que pagar un buen dinero y, encima, me tocará madrugar.

            Menos mal que quedan tres horas para que remate la semana. Supongo que ya no pasará nada, pero, por si acaso, toco madera…

Una última frontera

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, nuestro planeta se volvió de repente mucho más pequeño. Los Estados Unidos cerraron oficialmente su frontera, dando por acabada una expansión de tres siglos, y los exploradores europeos llegaban al corazón de África y los Polos. Desaparecían las últimas zonas en blanco de los mapas y, pocos años antes, los rusos habían conquistado toda el Asia Central, incluidos los últimos principados gengiskánidas, solventando así a cañonazos la milenaria pugna entre civilización y nómadas.
Casi de golpe, formas enteras de escribir quedaron girando en el aire. Literaturas inmemoriales, desde las historias de exploradores a la narración de frontera, pierden de golpe su razón de ser. Ya no hay frontera ni tierras ignotas. Esta forma de hacer literatura subsiste en parte en géneros como la aventura exótica o la marítima, y se refugia en supuestos lugares inexplorados, en las partes más remotas del globo, como si fuese una última llama de se va apagando de década en década. Tarzán es un buen ejemplo de esto último.
Pero las narraciones de frontera parecían resistirse a morir, y más de inanición. Son tan antiguas como el hombre y no por casualidad, ya que tocan fibras muy profundas; por tanto, en vez de extinguirse, mutaron. Si ya no existían las viejas fronteras, tuvieron que buscarse otras nuevas y la literatura popular de principios del XX encontró no una sino dos: una interior y otra exterior. La frontera interior no está ya en las estepas o las selvas, sino en barrios y ambientes turbios, donde la ley y la falta de la misma se encuentran y en la que los protagonistas quedan librados a sus propios recursos para sobrevivir. El nombre de la literatura que se aventuró en estos territorios es novela negra.
La frontera exterior se sitúa ahí fuera, en el espacio, y es la ciencia ficción la que la explora sobre el papel.
Viendo aquellos relatos ya tan antiguos es fácil burlarse de sus autores, y de esas historias de naves espaciales construidas en el patio trasero de casa, de esos viajes por un sistema solar o una galaxia poblada de vida exótica, monstruos y villanos malignos. Pero quizás es a nosotros a los que nos falla un poco la perspectiva.
Un occidental nacido alrededor de 1890 creció entre carros de caballos y caminos de herradura, y vio a los segundos convertirse en carreteras que se llenaban poco a poco de automóviles; vio pasar sobre su cabeza a los primeros aeroplanos y a dirigibles enormes, pudo participar en la I Guerra Mundial, con sus ejércitos masivos y sus monstruosos artefactos de matar. Si sobrevivió a esa guerra y otras posteriores, conoció la llegada de la penicilina y maduró en esa eclosión de tecnología que fue el siglo XX. Probablemente murió anciano durante el alba de la última revolución tecnológica, la informática, habiendo visto cómo el mundo cambiaba por completo.
Ese supuesto occidental había visto cómo algunos audaces se construían coches y aviones en un solar, y bien podía suponer que el progreso iba a seguir imparable, como lo fue durante décadas. Para la gente de aquella época, era una certeza que los siguientes pasos de la expansión europea o estadounidense estaban primero en los planetas del sistema solar y luego en las estrellas.
Otra cosa es que la calidad media de los relatos de aventuras espaciales fuese ínfima, como señalaban muchos contemporáneos, muchos de los cuales dudaban de que el género fuera nunca a salir del albañal. En EEUU, los argumentos folletinescos y los personajes de cartón le valieron el apodo desdeñoso de space opera, tomado de los seriales radiofónicos de la época, patrocinados por marcas de jabón (soap en inglés) y que eran por ese motivo llamados soap operas. Así que la traducción más ajustada del término quizá fuese culebrón espacial.
Los años pasaron, los avatares políticos separaron la ciencia ficción europea, rusa y estadounidense. En este último país creció, perdió en ingenuidad y ganó algo en estilo, sin merma de fuerza imaginativa. La era pulp quedaba atrás para dar paso a la Edad de Oro o era Campbell. La space opera se adaptó a los tiempos y se hizo más fuerte. Muchos de los títulos verdaderamente grandes proceden de esa época y, de hecho, muchas de las novelas de entonces, sin ser space operas, tienen como telón de fondo un sistema solar colonizado por humanos.
Comenzaba la carrera espacial y todos daban por seguro que el hombre iba a abandonar su planeta en breve. La space opera es menos naif y más llena de especulaciones científicas y técnicas. Es también la gran época de las historias de invasiones extraterrestres, propiciadas en parte por la Guerra Fría y la caza de brujas macartista que arrasó Estados Unidos en los 50. El sueño de la expansión espacial se mezcla en esa época con la pesadilla de ser a la vez el invadido desde ese mismo espacio exterior, inmenso y desconocido.
Sin embargo, aunque el hombre logra llegar a la Luna, el viaje espacial pierde fuste a lo largo de la década de los 70 y con él se desinfla poco a poco la space opera. En la cf irrumpe la nueva ola (new thing) y algunos popes proclaman muertas y enterradas a las viejas formas de hacer ciencia ficción. La space opera habría de sobrevivirles a ellos y al fin de la carrera espacial, y rebrotar con fuerza incontenible al final de esa misma década, ahora en el cine, gracias a sus enormes posibilidades escénicas.
Yo debía tener seis o siete años cuando el Hombre llegó a la Luna y fui de los que aquella madrugada –porque aquí, en España, fue a altas horas de la noche- se quedaron despiertos para ver cómo los astronautas pisaban el polvo lunar. Pertenezco a esa última hornada de gente que sabía –sabía positivamente, en el tuétano, cosa que es distinta de creer o suponer– que el Hombre iba a volar entre las estrellas a no mucho tardar y que la colonización del espacio estaba a apenas un paso.
Puede que mi afición a la ciencia ficción no proceda de lecturas o películas, sino de la época en que era un niño y todos sabíamos que estábamos a punto de salir al espacio en serio. ¿Quién sabe? Por aquella época mi tío materno, que trabajaba para la NASA en España, me llevó a ver los gigantescos radares de la estación de seguimiento, en Robledo de Chavela. Eran inmensos, puedo jurarlo, tanto a ojos de un niño como a los de un adulto, y ahora al escribir esto lo he recordado.
Me tocó por tanto crecer mientras el sueño espacial alcanzaba su cenit, para después caer poco a poco. La gente fue olvidando la idea de que estábamos a punto de navegar entre los planetas, de la misma forma que pocos años después olvidó, con igual soltura, que durante décadas el planeta había vivido a la sombra del exterminio nuclear, algo que también dejó no pocas huellas en la cf de la época.
La space opera sobrevivió al final de nuestras aspiraciones espaciales, sí. Es un género muy difícil de matar, como cualquier literatura de fronteras y después de todo, aunque no podamos alcanzarla de momento, la frontera espacial está ahí fuera esperándonos, inmensa y misteriosa, tan atractiva como temible. Pero ya no puede ser como la de antes. Hace ya casi un siglo, el espacio era remoto y alcanzable a la vez, tal como las Américas para los europeos del XVI, que ambientaron no pocas novelas fantasiosas en esas tierras, a las que poblaron de amazonas, hipogrifos y dragones, ya que fueron a las novelas de caballería, aniquiladas por los nuevos tiempos, lo que la ciencia ficción a la vieja literatura de fronteras y exploración del XIX.
La space opera de nuestros días –es decir, la de los últimos 25 años–, no puede ser ya el espejo fantasioso de una aspiración humana y sí homenaje, nostalgia y hasta pastiche. Incluso se ha mestizado a su vez con otros géneros en crisis. Baste como ejemplo lo que señalaba con inteligencia Rafael Llopis en su Historia natural del cuento de terror, al decir que el horror moderno había encontrado un buen refugio en la space opera más sofisticada.
La idea de un espacio estelar repleto de sistemas habitados por toda clase de vida, con naves espaciales, razas, mundos, imperios en colisión, es un escenario tan amplio y poderoso que no tenía más remedio que sobrevivir. En De la Atlántida a El Dorado, L. S. de Camp y Willy Ley comentan que son tres tipos de hombre que pueden fantasear delante de sus semejantes: el guerrero, el mago o sacerdote, y el viajero. Y que de los tres, sólo el viajero es libre totalmente de urdir historias… y el que no le crea, no tiene más que ir hasta donde el otro fue a comprobarlo.
Todo el mundo puede dejar volar su imaginación al escribir sobre algo situado más allá de nuestro alcance, y en ese aspecto la space opera es inigualable. Por eso ha sobrevivido al final de la realidad que la creó y por eso sigue fascinando a gente tan diversa. No está nada mal para un género que nació de las plumas de folletinistas americanos, bolcheviques utópicos y especuladores científicos. Pero al final ha ido enterrando a sucesivos detractores, individuales y colectivos, y es de suponer que así seguirá siendo.
Después de todo, el espacio sigue ahí, a sólo unos kilómetros por encima de nuestras cabezas y, sin embargo, tan inaccesible para nosotros como la alta mar para un pueblo de primitivos que sólo saben fabricar almadías. Es difícil imaginar una frontera más grande, no hay mayores prodigios que lo que se puede encontrar allí, ni peores peligros que los que pueden venir de sus profundidades. Y, mientras no cambien las cosas, al menos podremos recorrerlos con la imaginación y sobre el papel.
 

Una última frontera. Explicación

Hay quienes se toman en red unas libertades, a mi juicio, excesivas. Por el hecho de que uno haya dado permiso a una web concreta para subir un texto, los hay que se consideran legitimados para reproducir dicho texto, sin pedir permiso de ninguna clase. Eso si no fagocitan, directamente, la misma maquetación del sitio original, como he visto en más de una ocasión. No vamos a meterles en la cárcel por ello, aunque un poco de caradura si tienen algunos. En todo caso, como he visto que este texto empieza a aparecer en sitios distintos del que lo publicó con mi permiso, lo repesco aquí, porque contiene algunas reflexiones personales que lo hacen adecuado para una bitácora.

Viejos al sol

            El otro día fue uno de esos de viento, mucho frío y cielo despejado. Uno de esos días de invierno en Madrid, gélidos y de sol brillante. Cuando yo era un chaval, los viejos salían en esos días a tomar el sol, puede que para estar en abierto, aprovechando que el aire del norte se lleva la contaminación y los humos, o tal vez para caldearse un poco al resplandor.

            Lo recordé porque, yendo por la calle, me encontré a un viejecillo haciendo precisamente eso. Estaba parado junto a una pared, con pelliza y garrota, tomando el sol. Es una estampa ya muy poco habitual, aunque sólo sea porque ahora hay un montón de casas de la tercera edad. Ahora los viejos se van a esos lugares, o los dejan allí los hijos o nietos, y los recogen luego. Se juntan, se cuentan sus batallitas, juegan a las cartas y se pelean. Porque los viejos son tan pendencieros como los adolescentes.

            En mi barrio, curiosamente, la casa de tercera edad está situada en la casa donde yo nací. Vine al mundo antes de tiempo, sin avisos, por eso mi madre no pudo ir a la maternidad. El caso es ahora esa casa es lugar municipal. Y por eso es difícil ver a viejos al sol. Casi nada es como antes. Ni los viejos se llaman viejos, o tan siquiera ancianos. Ahora son mayores, creo, hasta que a algún cerebro reseco y bienpensante se le ocurra que también es denigratorio el término.

            Pero, a lo que íbamos. Que antes era habitual ver a viejos, solos o en grupo, tomando el sol en estos días claros y fríos de invierno. Al ver a aquel, el otro día, me pregunté qué estaría pasando por su cabeza mientras estaba allí parado. Siendo un niño no me lo preguntaba. Para mí que los viejos tomasen el sol era parte del orden natural. Supongo que de pequeño no te cuestionas siquiera muchas cosas. Pero ahora me lo pregunto. Algunos tienen la expresión abstraída, otros miran la gente pasar y los hay que tienen cara de agobio. Este la tenía. ¿Por qué? Puede haber una docena de causas. Yo no sé.

            Luego, seguí mi camino, el viejo quedó atrás, volví a darle vueltas a mis cosas y no volví a pensar en todo esto hasta hace un rato.

Romance del Conde Niño

Conde Niño, por amores
es niño y pasó a la mar;
va a dar agua a su caballo
la mañana de San Juan.
Mientras el caballo bebe
él canta dulce cantar;
todas las aves del cielo
se paraban a escuchar;
caminante que camina
olvida su caminar,
navegante que navega
la nave vuelve hacia allá.
La reina estaba labrando,
la hija durmiendo está:
-Levantaos, Albaniña,
de vuestro dulce folgar,
sentiréis cantar hermoso
la sirenita del mar.
-No es la sirenita, madre,
la de tan bello cantar,
si no es el Conde Niño
que por mí quiere finar.
¡Quién le pudiese valer
en su tan triste penar!
-Si por tus amores pena,
¡oh, malhaya su cantar!,
y porque nunca los goce
yo le mandaré matar.
-Si le manda matar, madre
juntos nos han de enterrar.
Él murió a la media noche,
ella a los gallos cantar;
a ella como hija de reyes
la entierran en el altar,
a él como hijo de conde
unos pasos más atrás.
De ella nació un rosal blanco,
de él nació un espino albar;
crece el uno, crece el otro,
los dos se van a juntar;
las ramitas que se alcanzan
fuertes abrazos se dan,
y las que no se alcanzaban
no dejan de suspirar.
La reina, llena de envidia,
ambos los mandó cortar;
el galán que los cortaba
no cesaba de llorar;
della naciera una garza,
dél un fuerte gavilán
juntos vuelan por el cielo,
juntos vuelan a la par. 

Huyendo del sol

Voy a acabar identificando el viajar en avión con las madrugadas. Con la oscuridad, con ese frío destemplado de última hora de la noche, con la luz gris del alba, con ese aire desangelado que tienen los grandes espacios públicos a ciertas horas intempestivas.

            Por alguna razón, tengo vuelos siempre a esas horas, y es una imagen que se me va fijando poco a poco. Recuerdo cierta vez que tuve que levantarme a las cinco para coger el primer vuelo del puente aéreo a Barcelona. Estaba nevando, todo estaba cubierto de blanco y la T4, entonces recién estrenada, resultaba fantasmal. Me recuerdo también en Aeroparking, en Buenos Aires, esperando para embarcar rumbo a El Calafate, en la terminal que a esas horas estaba casi desierta, sin viajeros y con casi todos los mostradores cerrados.

            El otro día me tocó de nuevo volar a hora temprana. Despegamos a las ocho de la mañana, rumbo a Lisboa. Ya empezaba a apuntar el sol pero, como el viaje era hacia el oeste, volaríamos en la oscuridad, por delante del sol.

            Sin embargo, en un momento dado, al ganar suficiente altura, el sol de la mañana nos alcanzó de repente. Se esfumó la negrura como por arte de magia y, al mirar por la ventanilla, nos fue posible contemplar un paisaje de portento, hecho con cielo azul y nubes blancas.

            Bajo el avión había cúmulos y cirros. El sol no llegaba tan abajo y, a la vista, eran como arrecifes en sombras sobre los que volaba la nave. Arriba estaba el azul de primera mañana y, flotando en él, cúmulos enormes de un blanco resplandeciente, porque el sol les tocaba de lleno. Eran como islas prodigiosas en un mar de fábula. Como islas, sí, sin nombre. Esas mismas que buscan en vano los viajeros cansados.

            Y así, durante largo rato, volamos por aquel mar milagroso. Luego, el avión comenzó su aproximación a Lisboa. Descendimos hacia esas nubes en sombras, bajo la línea del sol. Nos internamos en ellas. Y así fue como todo se esfumó y regresamos una vez más a la oscuridad.