Sobre nubes

 

            Hace algo más de una semana, camino de Barcelona, asomado a la ventanilla del tren, tuve ocasión de ver un espectáculo de nubes. Fue en alguna parte entre Guadalajara y Zaragoza. El tiempo estaba revuelto. En lo alto había cirros, moviéndose en una dirección, y, más abajo, cúmulos blancos desplazándose en diagonal respecto a ellos, sin duda gracias a distintos vientos en altura. Como el tren iba en una tercera dirección, el espectáculo era tan bello como desconcertante.

            Volví a presenciar el mismo espectáculo en la misma zona, tres días después, a la vuelta. También muy cerca de allí, recuerdo que pasamos por una zona de cerros, llena de bosques y algún pueblo agarrado a las laderas abruptas, y que las nubes eran tan bajas que corrían por las cimas, cayendo como cascadas de niebla.

            Siempre me han gustado las nubes. De pequeño, cuando no me sobraban los amigos, ni los echaba en falta, iba a una cuesta cercana a mi casa. Allí podía pasarme largos ratos observando las nubes y atribuyéndoles características según sus formas. Cuando más me gustaba era al crepúsculo, con las últimas luces. Entonces sí era fácil ver ahí arriba enormes dragones blancos, teñidos de rojo.

            Después fui perdiendo la costumbre. Según uno crece, deja de mirar al cielo. Puede que sea porque nos volvemos prosaicos, o tal vez porque los niños, como son pequeños, siempre tienen que mirar hacia arriba. Después, al crecer, eso deja de ser necesario. Ya no busco nubes. Pero de vez en cuando, por casualidad, vuelvo a encontrarme espectáculos como el que os he contado.

Algunos programas de conciertos que no están en las agendas culturales

            Vamos a dar un paseo por Madrid.

Si alguien pasa cualquier tarde de diario por la calle del Carmen, en Madrid, seguro que se va a encontrar, entre las puertas del Corte Inglés de arriba y la del FNAC, a un grupo de maestros tocando música clásica. Digo maestros porque tocan de manera magistral. Tocan violines, contrabajos, etc., y su número es variable; a veces tres, a veces cinco o seis, más a menudo cuatro. Por su aspecto, bien podrían venir del Este, de la debacle de esos países que ya no pueden sostener orquestas. Si pasan por ahí y tienen la suerte de que estén tocando el Canon, de Pachelbel, están de suerte. Yo siempre me paro y nunca dejo de echarles una moneda. Es un trabajo duro tocar en la calle, sobre todo en los inviernos de Madrid, cuando sopla viento del norte y la Sierra está nevada.

            Pero no se acaba ahí el paseo musical. Eso entre semana. Para fin de semana, el otro día estuve en el Rastro y también había música. Cerca de la entrada de Cascorro, había tocando de forma maravillosa uno de esos instrumentos de percusión hecho por cajas de resonancia bajo una serie de láminas de madera que se van golpeando. Soy consciente de que tendrá un nombre y que se podría describir con más precisión, pero yo de música sé más bien poco.

            Al poco, en la misma plaza, y en el espacio de pocos metros, encontré a dos parejas, latinoamericanas ambas. En ambos casos eran gente de edad, él tocaba y ella cantaba. Los primeros, él estaba sentado tocando el acordeón y ella de pie cantando. En el segundo la sentada era ella y él, de pie, tocaba la guitarra. Le faltaban varios dientes y llevaba en la cabeza una banda más o menos fucsia con lentejuelas. Las canciones, si están bien cantadas, y encima con acentos americanos, siempre suenan muy dulces. De dónde serían en concreto, no lo sé; pero todos pasaban bien los cincuenta años. Emigrar siempre es duro, pero, si se hace a esa edad, entonces es que la necesidad es grande. Así que no se olviden: echen una moneda o dos.

Miedo al tren

El padre de un amigo fue militante del PSOE en los tiempos duros. Aún lo es, y quizá sean tiempos duros también para los que creen en ciertas ideas. Pero aquellos tiempos duros a los que me refiero eran los de Franco. Este hombre podría contar muchas cosas interesantes, ahora que se habla tanto de recuperar memorias históricas. Pero los que tienen ciertas cosas que contar pasan un poco del tema y, a otros, no les apetece demasiado que quede registro de ellas, así que supongo que se perderán muchas memorias.

            Este hombre nos podría contar, por ejemplo, eso de que, cada vez que el PSOE trataba de coordinar acciones con el PCE, y se reunían delegados clandestinos de uno y otro partido, al poco, la policía franquista detenía a esos delegados socialistas. Una y otra vez. ¿Casualidad o seguía la vieja política de que mejor rey de un corral que compartir una gran dehesa? Supongo que investigar eso resultaría muy incómodo.

            Pero no es la historia que quería contar. Este hombre, como muchos, pasó varias veces por la cárcel. Él parece no darle mucha importancia. Algo que le honra en un país donde ciertos individuos, que pasaron algunas detenciones puntuales, luego han hablado de haber estado en la cárcel del régimen franquista para legitimarse ante los que les acusaban de corruptos.

            El caso es que este hombre no le temía mucho a esas estancias de horas en comisaría. Eso no era peligroso. La historia que voy a contar se refiere a que, lo que verdaderamente le daba miedo era a subir solo al tren. Subir solo al tren. Puede que uno se quede atónito al oír esa frase. Pero, por lo visto, hubo unos cuantos enemigos del régimen que, viajando en tren, se tiraron o cayeron de los vagones en marcha y acabaron bajo las ruedas. Ahí hay toda una historia… que me temo que tampoco se contará jamás.

Lluvia

Anoche, tras muchos meses ausente, vino a visitarnos la lluvia. Primero fue una fina, el típico calabobos, justo al ocaso, que se fue convirtiendo en otra de gota gruesa con el paso de las horas. Y así ha estado hasta esta hora en la que escribo, alternando la lluvia meona con el chaparrón.

            Fue agradable estar anoche en casa, ya de madrugada, oyendo golpear a la lluvia contra aleros y cristales. Fue como el regreso de esos a los que, aunque importantes, sólo echamos de menos cuando faltan demasiado tiempo. Anoche, el sonido de la lluvia, goteando por todos lados, fue como un arrullo. Ahora sigue lloviendo. Tantas horas de agua han disipado el calor que pudieran haber acumulado aceras y fachadas. Se ha instalado por fin algo de frío. Un frío propio de la estación, húmedo y algo desabrido, que provoca de vez en cuando un escalofrío.

            También esto tiene su encanto, como lo tiene pasear por las calles de repente entreveladas y un poco tristonas, entre el caer de agua y de hojas muertas. Seguimos en otoño.

Un puñado de castañas

Ayer, volvía de desayunar con un amigo y, al subir bordeando por uno de los parques del barrio, me encontré de repente a mis pies, en la acera, una castaña. Había otra más allá y, al girar la cabeza, me di cuenta de que el suelo del parque estaba sembrado de eso, de castañas. En esa parte, los árboles son castaños y, en estos días, sus hojas amarillean unas y otras están directamente marrones. Y es la época en que caen las castañas.

            Sin poder resistirlo, entre a cotillear al parque. Sí, había ya muchas castañas caídas y, entre ellas, esas vainas espinosas, como bolas pinchudas, que las envuelven mientras cuelgan del árbol. Incluso las que habían caído sobre el césped se habían partido para dejar escapar el fruto del interior.

            Se me ocurrió que, en esta época, el otoño, las castañas, con esas envolturas de pinchos que al caer se parten, bien podían ser un símbolo perfecto de la vida y el renacer. De cómo llegado el momento de la supuesta muerte, el envoltorio se rompe, pero sólo porque ya no es necesario. Aunque esa unidad formada por árbol, envoltura e interior se disuelve ahí, eso no supone el fin sino que, muy al contrario, es el paso obligado para que el interior del fruto se libere y pueda generar nueva vida.

            Había una viejecita con una bolsa, recorriendo el parque, recolectando castañas. Yo, por mi parte, me contenté con coger cinco. ¿Y por qué cinco? Porque son las que caben en un puño. Un puñado de castañas. El resto, se los dejé a aquella buena señora.

            Recogí el puñado de castañas por puro instinto, pero en seguida se me ocurrió que sería un buen regalo. No todo el mundo es capaz de apreciar regalos de este tipo, tan humildes, pero que tanto implican.

            Recuerdo que allá por el 91 o 92, andaba yo en los petroleros y nos enviaron a cargar a la isla de Jarg, en el golfo Pérsico. Sadam Hussein había invadido Kuwait y Estados Unidos y sus aliados estaban reuniendo en el golfo un aparato militar imparable. Estaba a punto de desatarse la guerra y nosotros fuimos a esa isla, que es iraní, a cargar petróleo de calidad Iranian Heavy. Los iraníes habían librado una guerra muy dura hacía nada contra los iraquíes, una que les había costado creo que un millón de muertos. La isla de Jarg había sido uno de los blancos predilectos de la aviación iraquí y todavía mostraba los estragos de las batallas. Había agujeros enormes por todos lados, producidos por los bombazos, y barcos medio hundidos y quemados en la rada.

            La gente allí había sufrido mucho y vivía con lo justo. Nuestra compañía tenía un agente en la isla, un iraní. Este buen hombre, que vivía con su familia con pobreza, como casi todos allí, recibió en tierra al capitán y al primer oficial. Como no tenía nada que ofrecer y era hombre hospitalario, tomó un puñado de dátiles, producto de la palmera que tenía en su patio, y se los dio a nuestro capitán, a modo de regalo. No tenía otra cosa con la que demostrar hospitalidad.

            Nuestro capitán, que era un pobre necio (así, con todas las letras), lo primero que hizo apenas zarpó nuestro barco fue tirar a la basura aquellos dátiles. El bueno del agente se puede decir que se sacó casi de la boca esos dátiles, para regalárselos, y eso es lo que este gañán hizo con ellos. Hay gente incapaz de entender el espíritu de las cosas, y que en ciertos regalos, lo material es sólo un soporte de otras cosas. Por eso decía que hay gente que no sabe entender los regalos humildes. Tampoco son dignos de ellos.

            Pero, en mi caso, no hay cuidado. Yo sé a quién regalo las cosas. La persona a la que le voy a regalar ese puñado de castañas sabrá apreciar el gesto en lo que vale, y sabrá todo lo que significa.

Una mala comunicación II

Esta historia ocurrió en uno de los barcos en los que estuve, palabra.

Comenzó una mañana, navegando frente a la costa de África del norte, en la cámara de oficiales, a la hora de la comida. El jefe de máquinas apareció tarde, como era su costumbre, vestido con el mono, tan sucio como también de costumbre, algo que el capitán le permitía, no porque fuese especialmente bueno en su oficio o entrañable, sino porque llevaban los dos mucho tiempo navegando juntos. Según se sentó, a partir el pan con sus manazas llenas de grasa, el primer oficial, que debía tener mala resaca, le espetó sin más.

-Oye, para qué diablos necesita el mecánico esos dos bidones de la popa, los de las válvulas. –Se refería a dos bidones de aceite, vacíos y privados de tapa, en el que los mecánicos de abordo iban echando las válvulas de la máquina viejas y ya inservible, simplemente, supongo, por seguir esa costumbre de los barcos, de guardar todo lo inútil.

-Que yo sepa, para nada –respondió aquel cochino, con el hocico ya metido en el plato.

-Entonces, –Y el primer oficial se volvió al capitán-, hay que decirles a los reparadores que los tiren al mar. Lo único que hacen es estorbar.

Y el capitán, que prefería no buscarse problemas, no le contradijo y, de hecho, se fue a buscar al jefe de los reparadores. Estos eran casi una veintena de currantes, embarcados para todo el viaje, para hacer chapuzas en aquel petrolero, que era más viejo que la tana y debiera estar pensando en el desguace. Le dijo:

-Mande unos hombres a popa, y me tira los bidones que hay ahí. Que molestan.

No mucho después, un servidor, que entraba de guardia, mientras dábamos el relevo, tuvo la ocurrencia de salir al alerón. Me apoyé, a respirar un poco de aire marino, porque era un día agradable y, al volver los ojos a popa, vi atónito como una marabunta de reparadores, con sus buzos mugrientos, estaban tirando bidones como desesperados al mar.

Resulta que a popa, además de los dos bidones, que estaban amarrados a la borda, había 50 bidones de aceite de reserva, para la máquina, de 250 litros cada uno, estos amarrados a la toldilla. ¿Qué pasó? Que los reparadores, ignorando los dos bidones llenos de hierro inservible, estaban desamarrando los bidones de aceite y fondeándolos (lanzándolos al mar).

Entré a toda prisa en el puente. Ahí estaba el segundo oficial, repasando sus anotaciones. Le dije.

-¡Los reparadores están fondeando los bidones de popa!

Y el segundo oficial, que había estado presente en esa comida, pensando que yo me refería a los dos de las válvulas rotas, sin levantar la nariz del cuaderno de bitácora, respondió de pasada.

-Sí. Se lo ha mandado el capitán.

Yo me quedé boquiabierto. Pero bueno, había visto cosas muy raras en aquel barco tartanoso y desquiciado. Así que, tras unos segundos musité.

-Bueno, si lo manda el capitán… él sabrá lo que hace.

Y me desentendí del asunto para enfrascarme en la guardia. Así, unos por otros, por problemas de comunicación, por creer que nos habíamos entendido, se fueron al mar 1250 litros de aceite para la máquina. Una fortuna. 50 bidones enormes flotando. Un peligro para la navegación. Y un delito según las leyes. El jaleo que se armó cuando se descubrió el pastel fue bueno, y hubo apuros y gritos durante semanas.

Pero eso ya es otra historia.

Como los gatos

Ayer, una amiga te envió unos párrafos escritos por cierta persona; esa misma, la que está en tu pasado y, sin embargo, sigue tan presente. Al leer esas líneas, en las que también se te menciona, te dio por pensar en lo mucho que esa persona tenía de gato.

            Como los gatos, apareció una noche en los tejados de tu vida, curiosa, con algo de recelo e incluso un punto de desdén. A la manera de los gatos, en cuanto cogió confianza, se coló sin dudarlo por la ventana, se hizo el amo del lugar, encontró sus lugares favoritos en ti donde acurrucarse y tampoco te libraste de alguna trastada. Acabó por hacerse parte de tu vida y a su vez, en cierta forma, te convirtió en su casa. Casa a la manera de los gatos, a la que acudir sin horarios ni preguntas; si asomas bien, y si no lo haces, ya asomarás, unas veces ronroneando y otras a lamer heridas. A cambio, te aceptaba tal como eras, con tus cosas, tal como hacen los gatos.

            Era un ir y venir, un ciclo propio de existencia, al compás de mareas producto de lunas privadas. Hasta que toco separarse, aunque no era ese el deseo de ninguno de los dos. Pero ocurre que ella, como los gatos, era andorrera, y todo el mundo sabe que en el camino de los gatos puede cruzarse en cualquier momento un estúpido coche.

            Y ahí se quedó la ventana, abierta, sin nadie aparezca ya en ella a horas intempestivas y sin dar explicaciones, a la manera de los gatos. Y así fue como la casa se enfrió, expuesta a los vientos; pero, sobre todo, lo que se quedó fue mucho más vacía.

Estacional

Hablaba el otro día del estío y hoy hemos tenido en Madrid un día que ha sido perfecto representante del mismo. Esta mañana soplaba un aire agradable, los cielos estaban despejados, tenían un color especial; de hecho, toda la atmósfera tenía una cualidad propia de esta época, un algo traslúcido, una luz peculiar.

            A la tarde bajé dando un paseo. El cielo seguía azul y limpio, y ya se iba poblando de nubes altas: cirros, a los que supongo que seguirán cúmulos y, en tres días, fresco y lluvia. Vivo en un barrio muy arbolado; hay árboles de todos los tamaños y clases entremezclados: tenemos chopos, castaños de indias, moreras, sauces, pinos, abetos, cipreses, hasta creo haber visto un laurel. Debe haber muchas más especies, claro, pero los conocimientos sobre el tema de un urbanita como yo son limitados.

            El caso es que ahora, con tanto árbol y tan variado, las calles están pobladas de colores. Cada especie tiene su propio tono de verde. Hay que pararse a mirar para darse cuenta de cuantos verdes puede haber. Ahora, en pleno estío, se junta todo eso con que los follajes de caducifolios van ya amarilleando unos, volviéndose rojizos y parduscos otros, en tanto que los de los perennes siguen verde oscuro.

            Luego pasará esta estación imprecisa, llegará el otoño profundo, tan teñido de melancolías, y luego el invierno de ramas peladas y fríos duros. Pero no hay que lamentarlo, hay bellezas que son efímeras y eso sólo las hace aún más bellas.

Quinta estación

He salido esta noche algo después de las diez y el otoño había llegado de golpe. De andar en pantalones pesqueros y chanclas, me he encontrado que con una camiseta y sobrecamisa sentía frío. Pero era más que eso; había llovido, las calles estaban mojadas y casi desiertas: pasaban pocos coches y no había prácticamente nadie por las aceras. Se acabó el verano con terrazas hasta tarde y gente paseando. El cielo era oscuro, lleno de nubes blancas que pasaban a gran velocidad, empujadas por el viento.

            El año pasado, por estas mismas fechas, hacía calor sin embargo. Un calor pesado y sofocante, no podría olvidarlo. Eran los últimos coletazos del verano; coletazos como lo de las tarascas.

            Todas estas variaciones se deben a que, en el fondo, no estamos en otoño. No. Estamos en la quinta estación: el estío. Astronómicamente hay cuatro estaciones, pero en realidad hay cinco, y el estío es esa que se encuentra a caballo entre el verano y el otoño, y que comprende desde los famosos veranillos hasta estas lenguas de clima casi invernal que se cuelan de repente. Es el tiempo en que las hojas empieza a amarillear y el azul del cielo cambia de tono. Es la estación más hermosa del año –a mi juicio, claro-. La de la decadencia de las cosas, la del principio del fin y, por tanto, la que hace intuir un nuevo comienzo. La de los recuerdos, la de la resignación y las añoranzas. La del eterno retorno.

Hyd e-Park

Es un juego de palabras bastante chusco, pero define muy bien en lo que el mundo de las bitácoras en red se ha convertido para no pocas personas. Hyde Park, nos han dicho siempre, es un parque famoso de Londres en el que cualquiera puede acercarse y, con libertad, echar su mitin y vocear a quien quiera escucharle su particular visión del mundo, sus problemas y las soluciones que el orador entiende mejores. Y las bitácoras se han convertido, para muchos, en púlpitos desde los que aleccionar a los cibernautas acerca de los más variados temas.

            A mí no me parece ni bien ni mal. Una de las ventajas de la red es que todo está a un par de clics y que todo es evitable, precisamente, no haciendo clic. Lo que no nos interesa, no los visitamos. Otra cosa es el impacto que puede tener sobre terceros, porque cualquiera puede largar por su boca –por su teclado en este caso- y en seguida lo repiten otros, sin comprobar si lo dicho es cierto o no.

            Me prometí desde el principio que esta bitácora no iba a ser un púlpito de esos, para dar salida a las necesidades aleccionadoras que muchos sienten. No es que yo sea mejor o distinto, es que ya me soportan mis amigos en las charlas de taberna, así que no hay necesidad de pontificar dos veces. En mi descargo digo, precisamente, que no es lo mismo opinar sobre ciertos temas en una tertulia de bar, donde cada cual es libre de decir lo que piensa, puesto que es un ámbito privado, que dar esas mismas opiniones en público, y las bitácoras están abiertas al público. En ese caso hay que guardar no sólo unas formas, sino también tomar la precaución de estar mínimamente informado.

            En todo caso y volviendo al título, tengo entendido que son o eran tantos los iluminados que acudían a Hyde Park, que era o es una atracción ir a verles desbarrar. Así quizá debiéramos tomarnos las bitácoras de autoproclamados popes de los más diversos temas, desde la literatura a la política. Si no los ignoramos, en vez de indignarnos, coger la bolsa de palomitas y reírnos de sus dislates, revolcones y gruñidos, tal como hacemos ante la jaula de los monos. Como en este último ejemplo, es inevitable que los simios lancen de vez en cuando excrementos, y alguno puede acertarnos. Pero no nos quejemos: no hay diversión sin riesgo.